Todavía puedo recordar sus paredes blancas como buena analogía de su virginidad.  Podía estar mancillada por ese moho que corroía sus paredes y afeaban su apariencia, como esa doncella que aún no se maquilla y desconoce que para las artes amatorias debe embellecer cada recoveco y hacerse atractiva para su explorador.

Podía no inspirarme y despreciar su falta de belleza, pero, por el contrario, la amaba así, con su simplicidad, que no era fealdad, porque era mía, podía recorrerla, descubrirla y tomar su mano para que creciéramos juntos.

Recuerdo verla con sus charcos de agua, con un Centro que no era histórico, ni patrimonio de la humanidad, o quizá ya lo era, pero no la habían pintorreteado, ni nos habían echado de ahí. Era mía y de mis coterráneos, sus pocos turistas venían por estas playas no tan azules, no tan bellas, no tan de arena blanca, venían y quizá no volvían, así que mis hijos, mis hermanos, mis padres y yo, la recorríamos, una y otra vez, no para emprobrecernos o entregar lo poco que ganábamos a un mal servicio, a una comida sobrevalorada, a unas calles sobrevaluadas, sino para vivirla, llenarla de sentido y de significados que solo dota una ciudadanía activa.

Ja, no denigro del desarrollo, del cambio positivo, de las buenas oportunidades, pero eso quién lo determina. Quién gana, quiénes pierden, a quienes les importa, un sistema transaccional solo mide réditos económicos, en cuya ecuación se ha excluido a la ciudadanía, al corazón de una ciudad, que es lo único que la hace palpitar con el clamor de sus dolores, deseos y verdades que suelen ser barridos debajo de una alfombra, e ignorarse una y otra vez.

Cartagena se vende y no al mejor postor, sino al que le dé cualquier cosa. Está prostituida y entregada a un turismo que no hará nada mejor por ella que entregarle billetes con los cuales ganan, no ella como puta esclavizada en su actividad, que con los años ganará menos por vieja y repetida, sino sus proxenetas que siempre pagarán el menor valor posible para ellos acrecentar sus ganancias.

A qué jugamos, ¿cuál es el beneficio de un turismo que mancilla las virtudes de la ciudad y de su gente?  ¿Para qué más si no cabemos, si a nuestra alcantarilla no le cabe ni una deposición más?

Parece que lo más valioso que tenemos para ofrecer es el cuerpo, no el patrimonio, no la historia, no nuestra descolorida playa.  ¿Pero cuál cuerpo? El de una ciudad, el de nuestras hijas, el de las mujeres que mañana estarán devaluadas porque ya no son vírgenes como nuestras casas coloniales pintadas de colores.