Nos escandalizamos cuando vemos felices a un par de niñas contando plata tras prestar sus servicios sexuales, como si no cayera ninguna responsabilidad sobre quienes hemos sido indiferentes y permisivos frente a un modelo económico en el que el valor absoluto, es el dinero y no ningún otro.
Esto lo digo porque como sabemos, hay prostitución por necesidad extrema, y lo hay por decisión libre y autónoma. Jamás será esto aplicado para los menores de edad, ni más faltaba, la explotación sexual infantil es un delito y todos debemos proteger a nuestros niños, velar y garantizar sus derechos. Esto no tiene discusión. Lo que traigo a reflexión es nuestra indiferencia y doble moral frente a una problemática de la que somos permisivos y en donde lo fácil es juzgar, señalar, escandalizarse, además de pensar que quitar a las prostitutas de la vista, es una gran hazaña y la solución al problema.
Para las mujeres que ejercen la prostitución por necesidad, hay una clara muestra de los fallos del Estado y del sistema económico con faltas de garantías, que lleva a las personas a lanzarse a alternativas indignas. En su desespero, toman un camino “aparentemente fácil” para superar su pobreza o sustentar a los niños abandonados por sus parejas, que en algunas ocasiones son clientes asiduos a este tipo de servicios.
Porque sí, el peso del juzgamiento, como siempre, recae en la mujer. Somos hasta cómplices de hombres, hijos, amigos que en “clandestinidad” buscan y abusan de esos mismos servicios. Esos hombres, pilares de la perpetuación de esta actividad, se mantienen a salvo de la crítica y están revestidos de una invisibilidad tan conveniente como cobarde. Mientras exista demanda, habrá oferta.
Por su parte, las prepagos, envueltas en un aura de exclusividad y belleza, no sufren el mismo linchamiento social que las prostitutas de calle, realizando, en esencia, el mismo trabajo. El elitismo y la doble moral vuelven a hacer su aparición ¿La diferencia? Un entorno más «digno» y tarifas que segregan según el poder adquisitivo. Esta distinción es tan arbitraria como cruel, alimentada por prejuicios que deberíamos haber superado hace siglos. Mientras a las primeras las quitamos de las aceras, las segundas se sientan en nuestra mesa, a veces, están en nuestra misma casa, y las vemos llegar con sus carteras de marca, sin que nadie les pregunte de dónde las sacaron.
Algunos hombres encuentran satisfacción en la compra de compañía, mientras que algunas mujeres ven en ello una vía rápida hacia lujos inalcanzables por otros medios.
El Estado, en su gestión de lo público, debe garantizar y respetar los derechos de todos sus ciudadanos, sin distinciones elitistas. Solo asegurando las necesidades básicas podremos decir que la prostitución es verdaderamente una elección y no una necesidad, dictada por un modelo, que acabó con cualquier moralidad. Hasta entonces, nuestra prioridad debería ser desmantelar esta doble moral que nos ciega, permitiendo que la demanda constante y los pagos exorbitantes sigan alimentando un ciclo de explotación y vulnerabilidad. Es tiempo de enfrentar la realidad con honestidad, dejando de lado los prejuicios que nos dividen.