La gente dice que aquí cualquier cosa puede pasar. “Imagínese que usted está en su camioneta todo borracho por la Caracas, persiguiéndolo la mitad de la policía de Bogotá y decide, luego de intentar volarse por todo el centro de Bogotá, luego de que tas tas, le han disparado en todas las llantas para detenerlo, meterse a la fuerza en un batallón y alega que es el colmo la forma en que pusieron peligro su vida… ¡Nadie! ¡Nadie lo saca de ese problema en su vida!”, decía un vecino del barrio en el que vivo, al occidente de Bogotá. Para no complicar las cosas, a mi vecino le vamos a llamar Manuel.

Manuel reía a carcajadas, precisamente porque el tema de conversación surgió del incidente que tuvo el hijo del presidente de la Corte Suprema de Justicia que, según dicen, fue sorprendido en una camioneta oficial con su novia haciendo cosas que normalmente hacemos en nuestras casas. En un smartphone reprodujo el video en el que el joven y la novia del joven están sosteniendo una discusión con los uniformados y, para rematar, la mamá (como toda mujer se pondría si su hijo dice que fue agredido) grita —una amenaza muy recurrente en la idiosincrasia colombiana— que “esto les va a salir caro”.

Lo que le parecía chistoso a Manuel no fue el incidente, pues nadie está exento de verse en una situación así, sino que a cualquier “cristiano” atrapado por la policía en esas condiciones le hubiera ido muy mal. Y al hijo del magistrado no. Una persona que protagonizara una escena como la del concejal de Chía, con disparos, entradas a batallones y altos grados (o cualquier grado) de alcohol estaría en serísimos problemas.

Y ahí está el inconveniente. Todas esas cosillas que salen a la luz le quitan a la fuerza pública (y de paso al Estado) lo que los come libros de ciencias sociales le llaman Legitimidad. Se sabe también que en algunas regiones del país los conductores de motocicletas, cuando son sorprendidos en estado de ebriedad, prefieren quemar la moto antes que dejársela a la policía, o que la gente se enfrenta abiertamente contra los uniformados cuando inician operativos en los que se ven afectados.

Esa explicación chabacana de que los colombianos somos violentos y necios (“guaches” en cierta jerga típica de algunas personas), y que por eso no respetamos a la fuerza pública se cae por su propio peso. ¿Por qué la gente tiene que respetar la policía si algunas personas no tienen que hacerlo? Tal vez esa sea la pregunta que se hace la gente por ahí. También puede ser el motivo por el que deciden, como explica el pensador Ernesto Laclau, que si sus demandas básicas no son escuchadas, pues tampoco habrá porqué corresponder las exigencias del Estado.

@YDesparchado