Filmaciones con fines lucrativos de asesinatos, torturas, maltratos y violaciones sexuales, comúnmente conocidas como ‘snuff movies’, son comercializadas a nivel mundial en un mercado exclusivo y cruel, al que acceden personas con extraños gustos sádicos que los medios de comunicación han implantado en sus identidades.

Por Esteban Alvarán Marín

 

La violencia arraigada al narcotráfico y la pobreza del tercer mundo, constituyen  aquel ambiente hostil y favorable para realizadores audiovisuales de todas partes del planeta, que habilita la grabación de un lento homicidio, una tortura sexual o un descuartizamiento.

Vendiendo violencia.

Muchos investigadores sobre la aparición del fenómeno de la violencia extrema audiovisual, como los periodistas colombianos Maurisio Sánchez y Juan Manuel Cano, concuerdan en su tesis llamada ‘Aproximación al Snuff en Colombia’ (2002), en que el cine snuff nace de la evolución de la pornografía, práctica obligada a encontrarse en una transformación constante por los insatisfechos consumidores del morbo y el amarillismo a nivel mundial, que siempre esperan ver algo diferente al monótono y tradicional coito entre humanos.

La pornografía en un momento dado se inclinó por probar cosas nuevas, produciendo así, imágenes de orgías, relaciones homosexuales, zoofilia, pedofilia, sadomasoquismo y necrofilia,  hasta llegar a concentrar sus producciones en la violencia física y real.  «Sin dejar de lado el sexo explícito, comenzaron a circular cintas hardcore de corte sadomasoquista en donde se incluían azotes, penetraciones con el puño y/o la imposición del dolor a través de perforaciones cutáneas (…) luego, empezaron a propagar de manera subterránea las llamadas películas snuff, o literalmente, de morirse», señala Sánchez.

Muchos son los rumores sobre la existencia -incierta hasta ahora- de este tipo de videos. Uno de los más impactantes se encuentra en internet y asegura que: «En 1977 autoridades de Estados Unidos incautaron una serie de grabaciones que mostraban asesinatos de campesinos en Brasil, que estaban siendo comercializados de forma clandestina».

En Bogotá, un operativo del DAS y la Interpol dio como resultado la captura del ciudadano francés Jean Manuel Villaume en el año 1995. El europeo tenía bajo su propiedad una casa de citas en el barrio Teusaquillo, donde por cuantiosas sumas de dinero complacía a sus clientes con todo tipo de prácticas sadomasoquistas; aprovechaba tales situaciones para hacer grabaciones que luego comercializaba en el viejo continente. En el momento de su detención, le fue encontrada una filmación de un niño amarrado a una silla, que sufría fuertes golpizas. Además, en su país era buscado por antecedentes de negocios ilícitos del mismo tipo. Dos años más tarde, Peter Schaubelt, de nacionalidad alemana, fue capturado en Medellín cuando filmaba violaciones de niños.

Casos como los anteriores pusieron a las autoridades colombianas competentes bajo aviso y en alerta máxima, ante el fenómeno del snuff. Son altas las probabilidades de que, al igual que Villaume y Schaubelt, hayan llegado al país más productores interesados en la producción de violencia audiovisual.

Hay tres factores principales que influyen en la realización de videos violentos en Colombia, según un funcionario del DAS que se pronunció para el desarrollo de la tesis de Sánchez y Cano: «Las causas son el narcotráfico, los grupos de limpieza social y la proliferación de grupos satánicos que practican el sacrificio humano y graban la muerte de sus víctimas», explica la fuente. En el caso de la mafia narcótica, en el país se identificó que los capos Pablo Escobar Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha ordenaban filmar las ejecuciones y torturas de sus enemigos para luego hacerlas públicas e infundir temor.

Cine exclusivo.

Producir una película de snuff necesita de una modesta inversión y sus ganancias son exuberantes. En cuanto más amateur se vea la grabación, el contenido tendrá una mayor credibilidad en el consumidor de que el homicidio que observa es real, lo cual le da mucho más atractivo e impacto para quienes adquieren este tipo de productos.

En el centro de Bogotá circula un afrodescendiente, con rastas y complexión robusta, quien se hace llamar ‘El Tigre’ y asegura conseguir películas clandestinas de todo tipo, entre ellas, de homicidios reales grabadas en Colombia. «Yo le consigo películas de las que quiera: «manes» que le dan palazos a un niño hasta que lo matan; otras en que matan indigentes; violaciones, atracos, lo que quiera», exclama el presunto comerciante de snuff.  Según ‘El Tigre’, una película de estas tiene un costo que dependiendo de la duración y calidad, puede ser desde 200 mil pesos, hasta 500 mil pesos. Con él, sólo se puede adquirir una copia por encargo y proporcionando un anticipo.

En algunos portales web dedicados a la venta de productos en internet, permiten que algunos usuarios publiquen ofertas de películas de extrema violencia real, que son vendidas a un precio moderado. En Amazon.com se encuentran supuestas películas snuff desde 30 mil pesos.

Influencia social.

En países como Colombia, las leyes que rigen la producción y comercialización de material audiovisual resultan insuficientes.

La cuestión que tiene en debate a los  analistas de este sub género violento del cine es hasta dónde puede llegar a llamarse producto del arte y cuándo comienza a ser inmoral. Para Nicolle Lafaurie,  analista cinematográfica y directora del programa radial ‘Cinestudio’ de la Universidad de la Sabana, «el snuff no es arte, es un producto del voyerismo innato que conserva el ser humano y que lo lleva a ser esclavo del morbo. Tal práctica es antiética e inhumana».

Las producciones de violencia audiovisual dejan de ser parte del entretenimiento de una sociedad, para ser antagonista de la misma. Material violento es lo que más vende, pero también lo que peores repercusiones trae a la estructura de una comunidad.  «En el receptor pueden suceder dos cosas después de consumir una película de esa magnitud: se aleja para dejar la experiencia en algo muy aparte a su vida, ó adopta las actitudes y  comportamientos que observa porque se siente representado», afirma Lafaurie.

Mientras no exista un control más contundente por parte de las autoridades, tal vez cientos de personas sigan dedicando sus vidas a la grabación y comercialización de la violencia real alrededor del mundo.

 

Esteban Alvarán Marín
Periodista LA LUPA
lalupaopinion@gmail.com