Nos advirtieron que si no cerrábamos los ojos nos lastimarían. Yo los cerré, ella también. Ellos nerviosos, nosotros también. Ella lloraba, yo temblaba mientras intentaba consolarla. Ellos tenían el poder, yo soñaba con poder… con poder salir vivos de ahí.
Por Camilo Montoya Yepes
Cali, Colombia. Fin de semana pasado. 8:30 pm
Cenar en Unicentro es algo común, al menos para muchos caleños. Esta vez fui con una amiga. Comimos y decidimos abordar un taxi porque la lluvia era cada vez más agresiva. Hacía muchos días no llovía de esa manera, a esa hora y en toda la ciudad.
Los colombianos somos muy prevenidos y desconfiados: usualmente pedimos el taxi telefónicamente, anotamos los números de las placas y demás. Pero la situación (lluvia, hora, lugar, afán…) hizo que esas opciones no fueran viables.
Salimos por la portería que queda ubicada cerca a la plazoleta de comidas. Vimos pasar muchos carros. Ningún taxi. Por fin pasó uno. Abordamos el taxi y le dijimos hacia dónde nos dirigíamos. Tomamos la calle quinta. Pasamos el Batallón Pichincha. Pero antes de pasar el puente peatonal que divide a la calle quinta y la autopista sur, el taxi se detuvo.
Buenas noches, bienvenidos al infierno.
Dos hombres ingresaron muy sutilmente al taxi. Sin insultar, sin gritar, sin afán, pero con dos pistolas (largas y plateadas) nos pidieron los teléfonos celulares. Fue lo primero que hicieron. Yo entregué el mío, ella el suyo. «Si colaboran, no les hacemos nada. Venimos por la plata y el carro», dijeron. Uno como víctima está muy asustado, pero no es tonto: el taxista era cómplice.
Esculcaron cada rincón de su bolso y mi billetera. «Usted no tiene nada. Tome su billetera, guárdela», me dijeron.
A ella le pidieron la clave de sus tarjetas. Después de varios segundos les dijo el número. Yo repetía en mi mente: «Ojalá el número sea el correcto».
Al llegar a la autopista sur con carrera 39 el copiloto bajó del taxi. Era obvio: iba a retirar el dinero de las tarjetas.
«Tranquila. Yo a usted no la he tocado ni la voy a tocar. No soy violador. Tampoco los vamos a matar. No somos asesinos», nos decía el que seguía en el carro con nosotros mientras pasaban esos interminables 30 minutos esperando la llamada.
Dimos vueltas. Al menos unas siete u ocho sobre la autopista entre carreras 39 y 26. Sin detenernos.
Sonó el celular del hombre que nos mantenía cautivos. Me emocioné, ella también. Pero las noticias no eran alentadoras. «No pudo sacar la plata. Tocó esperar más tiempo hasta que me vuelva a llamar», nos dijo.
«Ya. Que pare esto ya, por fa», me decía con desespero mi amiga mientras lloraba. Lo decía repetidamente. Yo ya no aguantaba más. Esperamos 15 minutos. El escenario era absurdo: ella y yo anhelábamos esa llamada, los dos hombres que nos retenían (incluyendo al taxista) también.
Sonó por fin de nuevo el celular. Las noticias eran buenas: la orden era dejarnos en libertad.
«No los voy a dejar en un lugar peligroso. Además, les vamos a dejar sus tarjetas SIM y cinco mil pesos para que tengan cómo ir a sus casas. No somos tan chimbos», nos dijo.
Nos bajaron del taxi con los ojos cerrados. «Deben seguir muy bien las siguientes instrucciones porque si no lo hacen ahí sí me toca ‘bajármelos’ aquí mismo: van a caminar derecho, abrazados y sin mirar atrás. Hagan las cosas como les dije y no les va a pasar nada. Despídanse de mí como si fuera su amigo y arranquen a caminar», nos dijo.
¡Por fin libres!
Hicimos lo que él nos dijo. Abrimos los ojos pero sabiendo que no podíamos mirar hacia atrás. Caminamos lo más rápido que pudimos. Llegamos a la autopista. Recordé que tenía bien guardados veinte mil pesos y eso quería decir que ya teníamos cómo devolvernos. Tuve que decirle a mi amiga una frase que sonaba completamente estúpida en ese momento: «Tenemos que coger taxi otra vez. Lo siento».
Al final revisamos nuestros bolsillos, mi billetera y su bolso. No nos dejaron las SIM de los celulares, tampoco los cinco mil pesos que nos habían prometido. Se habían robado hasta nuestros chicles y mil pesos que teníamos en monedas.
El ‘paseo’ duró 40 minutos, el recuerdo perdura toda una vida. Ellos no se dan cuenta del daño que hacen cuando lo someten a uno a esta infamia. Eso no fue ningún ‘paseo’. Tampoco fue sólo un hurto. Fue un secuestro de 40 minutos que se manifiesta en un cautiverio mental y emocional de toda una vida. Eso es el famosísimo ‘paseo millonario’.
Recomendaciones no cliché.
Aquí hago una serie de recomendaciones para que esto no les pase. Pero no son las típicas recomendaciones de correo reenviado.
1. Establezcan un código con su familia. Un código simple. Palabras clave que ustedes puedan identificar. Esto también puede ayudar en caso de secuestro, si los captores le hacen llamar a su familia, para alertar y poder así dar a entender que algo pasa y planear un eventual rescate.
2. Antes de montarse a un taxi, hablen por celular y digan cosas como: «Sí, dale, me esperas ahí afuera», «Bueno, estás pendiente». Eso alerta al taxista. Le complica las cosas. Le hace entender que alguien está pendiente de uno. También puede sospechar que es un código o una clave.
3. La otra recomendación es siempre, léase bien, siempre enviar a alguien (vía mensaje de texto, llamada, Twitter, Facebook, Messenger, Google Talk, etc.) el número de placa del taxi y -en lo posible- el nombre del taxista (siempre se puede ver en la credencial o tarjeta que ellos tienen en la parte delantera del taxi. No montarse en taxis que no tengan esa credencial).
4. Si ya está siendo víctima de este secuestro (‘paseo millonario’) intente ver en las ventanillas la placa del carro. Algunos la tienen.
5. No intente nada. Nada. No somos superhéroes. Ellos sí, ellos tienen el poder. Ellos tienen el arma.
¿Qué se puede hacer?
Tengo varias propuestas o soluciones que, aunque parecen absurdas o inviables, pueden funcionar para al menos reducir o detectar los casos. Yo mismo se las haré saber a las autoridades competentes al igual que a la administración municipal.
Recuerden que todos tenemos familiares, amigos y compañeros. Todos somos hijos, hermanos o padres.
Alcalde Jorge Iván Ospina, comandante Miguel Ángel Bojacá, tienen ustedes la palabra.
Nota 1: uno nunca está preparado para ser apuntado con una pistola. Nadie. Tampoco está preparado para que alguien más tenga el poder sobre su vida. Nunca.
Nota 2: no me gusta escribir en primera persona. Discúlpenme. Pero esta vez lo consideré necesario e indispensable.
Nota 3: no estoy orgulloso de haber escrito esto. Estaré orgulloso cuando se tomen medidas. Estaré orgulloso cuando en un fin de semana no haya ni un solo caso parecido.
Camilo Montoya Yepes
Periodista LA LUPA, ciudadano, hijo, hermano y amigo.
camilomontoyayepes@hotmail.com