Ya he intentado hablar con flexibilidad sobre Mario Vargas Llosa y su inmensa obra literaria. Me he enfrentado a la difícil tarea de condensar su sino literario, de realizar biopsias a  algunos de sus libros y hasta  analizar, a la luz de sus mundos y personajes, la variedad de sus contenidos. Este año sucedió que al fin el escritor  fue noticia y la gente embebida de sensacionalismo no paró de hablar  del «nuevo» Nobel de Literatura peruano por una semana entera, y con él de esa promesa que siempre le prefiguraba un reconocimiento semejante pero que, sin embargo, nunca hasta el día de hoy fue al fin tan real, justo y merecido.
Por Andrés Pardo Quintero.
Entretanto yo,  un lector más de los libros del arequipeño, creo que el año del autor de La tía Julia y el Escribidor, Pantaleón y las Visitadoras, La guerra del Fin del Mundo, La Ciudad y los Perros, entre otros, es una línea más bien curva, sinuosa, que se despliega detrás de  cada una de las carátulas de sus incontables textos. El año de Vargas Llosa no fue precisamente este dos-mil-diez, como tampoco fue el-año-de-la-Literatura-Latinoamericana ni nada semejante: cualquier novela, cuento, poema, soneto y puesta en escena, desde el momento que nace se nos empieza a escapar. Se reproduce en un mismo gesto, se multiplica, contrae y escapa al tiempo. No es un año sino miles, incontables, innombrables, los que hay detrás de cualquier libro y  los que los autores llevan a cuestas, como convincentemente nos lo explicó Hesse con eso de las mil edades. Cualquier otra cosa es tan solo un protocolo.
Como toda génesis, aquí también se suele confundir la afirmación con  la reafirmación. Las obras literarias deberían escapar a la vara de los galardones para asegurarse cierta supervivencia.  Porque escribir hoy en día de literatura o de cualquier otro tema se vuelve  riesgoso en tanto que todos reclaman fuentes de autoridad, sellos de calidad. Todos hablan de Vargas Llosa y, sin embargo, desde mi perspectiva, los que mejor lo hacen son sus historias, no la estatuilla del Nobel. De él dan cuenta sus propias creaciones, personajes como Pedro Camacho, Lucho Abril Marroquín, El Jaguar, y no propiamente la Academia Sueca. Los años que le pertenecen están condensados en el itinerario de Pantaleón y las Visitadoras, o en los ocasos peruanos que atravesó en busca de un sacerdote que lo casara para siempre con la tía Julia. Solo allí se mide su tiempo y se le encuentra en su faceta más sincera.
Efectivamente este  pudo ser el año del escritor peruano en primera plana, encabezando noticias  fantasmas -al mejor estilo de Joyce- del periódico de ayer eternamente olvidado y desechado por Héctor Lavoe. La historia hace lo suyo y sí, para hacer justicia a los que creen en la infalibilidad de los galardones, digo que efectivamente  el nobel no podría estar en mejores manos.  Sin embargo, sigo prefiriendo dejar la obra de Mario Vargas Llosa en el cofre de los hallazgos más preciados, de las re-revelaciones, para nunca despojarla de su carácter universal. Entender sus libros y sus logros como aquella muestra de la cultura de todo un continente que palpita y vive que logró, por su propio ímpetu y a través de este gran intérprete,  ascender al  firmamento de las mejores obras del pensamiento de todos los tiempos.
Andrés Pardo Quintero
Columnista invitado LA LUPA
andresfelipepq@hotmail.com