El primero de julio se cumplen cincuenta años de la muerte de Louis Ferdinand Céline. Es decir, de quién fuera la pluma más sobresaliente -junto con la de Marcel Proust- de la literatura francesa del siglo XX. Pero se cumplen sin celebración alguna, pues el gobierno francés, a través de un pronunciamiento oficial, ha decidió no homenajear la memoria del escritor por considerarlo un «cabronazo» antisemita -también palabras oficiales-, de esos que es mejor no desenterrar jamás y condenar al olvido.
Por Andrés Pardo Quintero
Los que se cuestionan acerca de cuán antisemita fue o no fue Louis Ferdinand Céline, quizás no conciban las justas dimensiones de su legado: este autor encarna la viva voz de un inconformismo sagrado, el mismo que le ayudó a purgarse de las aflicciones de su tiempo. Sus líneas hablan del auge de unos países donde sus habitantes parecen pudrirse y devorarse. Muestran un siglo de capitalismos, liberalismos, comunismos, fascismos, industrialización y nacionalismos. Un siglo de guerras y de promesas de asfalto que él mismo calificó como frívolo y corrosivo, como un tiempo que lo empujó a revelarse, pues en el fondo, el anarquismo de Céline fue, junto con su pluma, la armadura que lo revistió de coraje para describir los horrores del desarrollo occidental. Ese fue su verdadero crimen. Su crítica al colonialismo fue mordaz, su precedente literario como testigo de lo que significó sudar paludismos y curar la demencia en los manicomios del mundo, uno de los axiomas más cruentos de la «sociedad moderna».
A través de sus relatos, Céline desenmascaró la decadente cotidianidad del Homo Economicus, ese concepto para designar al hombre enajenado de las fabricas y el mercado, lleno de miedos, aberraciones y demencias. Pero el autor fue aun más lejos en su viaje, y de paso desentrañó la sinrazón de un proyecto llamado Desarrollo Occidental, de un proyecto llamado Democracia o Liberalismo, y fue por esta denuncia a gritos, que ya ocupa su lugar en el club de los políticamente incorrectos del cual son miembros honorarios Flaubert, Baudelaire, Artaud, y muchos más de los mejores. En últimas, sus textos quedan, bailan por sí solos transmitiendo profundidad y vigencia: Lola se daba cuenta de la huida de los años a través de las modas/ en tanto el militar no mata, es un niño. Se le divierte fácilmente/ un loco no es más que las ideas corrientes de un hombre, pero bien encerradas en la cabeza. Todas estas palabras, malditas de por sí, que escandalizan nuestro culto a la razón, que hieren nuestra extraña fe en un progreso pueril, y que dejan a los gobiernos de una sola pieza, hacen que muchas de las demás palabras simplemente sobren.
Andrés Pardo Quintero
Columnista invitado LA LUPA
andresfelipepq@hotmail.com