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Reflexión acerca del carácter violento de los colombianos.

 

Qué placer caminar. No hay nada como caminar por la ciudad, sin afanes, tomándose el tiempo para mirar las vitrinas, los carros, a las personas… Eso hacía yo una mañana de enero, hace aproximadamente medio mes. Había un incentivo adicional: el clima de Bogotá de inicios de año. Definitivamente todo un placer. Así camino yo por la ciudad, desprevenido, tranquilo, respetando los espacios de los automóviles, a los otros peatones, los semáforos, las reglas.

De pronto me vi paseando por un andén de una de tantas calles por el sector de la 95 con carrera 15. Estaba por atravesar el callejón de acceso al garaje de un edificio cualquiera, cuando por el rabillo de ojo pude advertir que se acercaba una camioneta de vidrios oscuros para ingresar por el corredor que justamente estaba yo en trance de cruzar. Bueno, pensé, yo ya había invadido la rampa destinada a los automóviles así que consideré mío el derecho a completar la tarea sin interferencias. Además yo soy un indefenso peatón, así que continué mi camino sin afán pero sin detenerme, pues concluí ingenuamente: ¿no es el andén el lugar privilegiado del que camina, en donde él y no la máquina tienen prioridad? Mi comportamiento fue tan natural como lo puede ser el comportamiento de cualquier ser humano que tiene la conciencia tranquila. Sin embargo olvidé un detalle: estamos en Colombia. No me malinterpreten por favor, sé que cada vez hay más personas que se comportan civilizadamente, pero desafortunadamente no son mayoría todavía. El hecho es que el individuo que manejaba la Cherokee avanzó hasta acercarme el parachoques lo suficiente para dejarme en claro que le estaba invadiendo el territorio de su camioneta, con lo cual quiero decir que si hubo una agresión, esta fue más simbólica que real, pero eso sí, totalmente innecesaria. Apenas estuve en el otro lado del callejón, me volví para ver quién manejaba pues pude ver que la ventanilla del conductor estaba entreabierta. La apariencia del conductor permitía suponer que se trataba del clásico traqueto, además su actitud cuando yo lo miré fue de perdonavidas. Por lo tanto solamente hice un gesto de reprobación porque no quería que la agresión simbólica de la camioneta se materializara. Así que seguí caminando un poco ofendido, como perro con el rabo entre las patas, pero sano y entero.

Este incidente insignificante me recordó que desde hace varios días tenía entre mis tareas pendientes escribir un artículo sobre la agresividad y la violencia, fenómenos muy característicos de nuestro ser como colombianos.

Yo voy limitarme a mencionar la agresividad en la cotidianidad de la vida en las ciudades, pues es aquella con la que nos hemos familiarizado los citadinos, pero es conveniente recalcar que la agresividad urbana es pariente muy cercana de la agresividad característica del conflicto colombiano, si es que no es la misma pero en una versión light. La primera es la agresividad silvestre del ciudadano común dispuesto a liarse a coscorrones, cuchillo o bala a la menor provocación, mientras que la del conflicto es la que ha sido canalizada y sistematizada por los administradores de la violencia política y mafiosa. Pero estas dos caras del fenómeno nos sugieren que existe un espíritu de agresión en gran parte de la población.

Muchas personas pensarán que no hay tanta violencia en las ciudades, que mientras «uno no se meta con nadie», es improbable sufrir una agresión directa salvo que uno sea favorecido con el premio mayor de un atraco o raponazo callejero. Yo he analizado ciertas conductas de las personas en la calle y he observado que hay ciertos patrones casi generalizados de agresividad, sutiles y quizás simbólicos pero no por ello menos irritantes, y que son el detonante de la agresión cuando alguien se siente afectado en un grado suficientemente alto como para escalar la agresión simbólica hacia una física. Tal vez son comportamientos tan comunes que casi nadie repara en el matiz agresivo que conllevan. Mencionaré un ejemplo. En las incontables horas acumuladas de caminante por los andenes de Bogotá durante toda mi vida adulta, he podido determinar que las personas como norma general no ceden el paso. Haga el experimento en un área de alta circulación de personas, preferiblemente en sectores de alta actividad comercial, ojalá en el centro de la ciudad. Cuando en un andén usted se encamina hacia otra persona que viene en dirección contraria, la actitud de la otra persona, y quizás de usted, es no moverse un ápice hacia un lado para que ambos quepan, y menos dejar un margen amplio para evitar el contacto como indicaría el sentido común, así el andén tenga espacio suficiente. La actitud más frecuente que he observado en estos casos es la de caminar en línea recta, un poco como queriendo decir, «a ver quién es más berraco». En el instante crucial cuando el choque sea inminente, ambos o uno de los dos, el «menos berraco», posiblemente ejecuten una maniobra de torero, con lo que se tocarán apenas pero se evitará la colisión, pero se dejará muy en claro que «no me moví». Si ninguno de los dos cede lo necesario en el último momento, se chocarán los hombros y es posible que se desarrolle una dinámica como esta: «Qué le pasa, ¿es que no cabía? Fíjese más bien usted. ¿Muy salsita? Qué le pasa pirobo. Este sí es mucho hp. Pedazo de malp…, pum, ay, POLICÍA SE ESTÁN MATANDO». Es importante anotar que estas maniobras tienen mucho de ritual de desafío y raras veces resultan en una agresión real, pero conllevan el riesgo potencial de causar una reyerta. Como es natural, el fenómeno es más frecuente en los hombres pero también se da en las mujeres, aunque en ellas la actitud no es tanto de desafío como en los hombres sino más bien de indolencia.

Con la intención de ilustrar, antes de entrar en el tema de las comparaciones, mencionaré cómo se desarrollan los asuntos del contacto físico en las sociedades desarrolladas, sin entrar a emitir juicios de valor. Me limitaré a mencionar lo que he experimentado y visto. Por lo que he podido observar, las personas provenientes de países socialmente avanzados, han desarrollado un aprecio extremo por la esfera individual. La esfera individual es una especie de escudo protector que aísla al individuo del contacto con sus semejantes. En esas sociedades cada ser humano es soberano dentro de su esfera. Está pesimamente visto que usted intente transgredir esa barrera imaginaria. Si usted toca con la mano, o incluso se queda observando fijamente a una persona desconocida, será tenido como un abusivo y estará violando la intimidad de esa persona. A nuestros ojos ese comportamiento puede parecer odioso y distante, pero viéndolo fríamente es un poderoso mecanismo de contención de los conflictos callejeros. Ante una posible colisión en un espacio reducido, si dos personas caminan en sentido contrario, ambas personas evitarán tocarse a toda costa y le cederán el paso a la otra así objetivamente hablando una de ellas «tenga la vía». Si accidentalmente ocurre un choque, ambas ofrecerán casi instintivamente sus respectivas disculpas. Y no es que esas personas sean más cordiales, o más generosas. Simplemente están condicionadas para ello.

La explicación a estos comportamientos agresivos en nuestra sociedad no es simple. Es innegable que obedecen a un machismo primitivo, hipótesis que se comprueba por el hecho de que las peleas callejeras en su gran mayoría son protagonizadas por hombres. Habría que buscar indicios en las conductas de los mamíferos superiores, de los cuales el ser humano es la especie más evolucionada. En casi todas las especies superiores se escenifica alguna forma de lucha por el poder entre los machos de la manada. Se impone aquel que demuestra mayor fortaleza física o que domina mejor las habilidades del combate, o el más grande, en resumen el «más berraco», y será el que gozará de todos los privilegios, entre los que se cuenta por supuesto el derecho a aparearse con las hembras más apetitosas. Por lo tanto no es descabellado suponer que esos comportamientos de los machos humanos sean rezagos de conductas propias de las luchas de poder en la manada durante una etapa temprana de nuestro proceso evolutivo. Recuérdese que la civilización humana es relativamente reciente si consideramos el tiempo que lleva el humano como especie sobre la tierra, y por tanto es probable que ciertos comportamientos instintivos o primitivos estén aun bastante arraigados en nuestro repertorio de herramientas para la supervivencia en un ambiente hostil que ya supuestamente no existe. Seguramente en un futuro cercano los procesos evolutivos van a apagar cualquier indicio de esos impulsos atávicos. Por ahora estamos en una fase de transición y es por eso que todavía tenemos que padecer brotes de comportamientos agresivos, en unas sociedades más que en otras, pero con una tendencia a la desaparición. Al menos hay consenso en que es necesario desalentar tales comportamientos, lo cual por sí mismo ya es un avance. A medida que la especie humana se ve inmersa en comunidades civilizadas en las que tienen menos cabida las conductas agresivas, la lucha por el predominio sobre los miembros de la manada, adopta formas sublimadas diferentes. Por ejemplo, las manifestaciones de superioridad del macho en nuestra cultura occidental moderna, se dan en forma de logro profesional, económico, deportivo, status social, poder político, un automóvil llamativo, un reloj de lujo, el teléfono celular más moderno, etc. Y en sincronización con esos procesos evolutivos, progresivamente la hembra de la especie humana siente menos atracción por los machos capaces de imponerse por la fuerza a sus pares, y más por aquellos que tienen el talento para imponerse en otras esferas de la actividad humana como las descritas, ya que son estas y no la fuerza bruta, las que le proveerán los recursos para la supervivencia a su pareja y de carambola a ella. Así como perviven manifestaciones de ese impulso primitivo por la agresión en los machos, también vemos todavía hembras humanas que aprecian el macho a la usanza cavernícola, pero como ya dijimos, ambos son «especímenes» a los que va dejando el tren de la evolución y aunque todavía existen como testigos de un pasado en proceso de superación, son cada vez menos.

Queda claro que la fuerza bruta era el factor desequilibrante en épocas idas; mediante el uso de la fuerza se obtenía el predominio sobre la manada, lo que explica por qué era el macho de la especie, el hombre, el varón, «el berraco», quien tenía el monopolio de las luchas por el poder, dado que su conformación física lo calificaba mejor para esas lides, en comparación con la hembra. Ahora que las habilidades necesarias para la pelea se han desplazado paulatinamente desde el músculo hacia la neurona, los machos hemos quedado en franca desventaja respecto a las hembras, porque ellas, las muy condenadas, han demostrado una habilidad inusitada para las tareas en las que se requiere el ejercicio del magín. Este fenómeno introduce un factor inesperado que posiblemente echará por la borda todas estas teorías, pero ese es un tema que requiere tratamiento aparte y no formará parte de este artículo.

Cada tanto aparecen corrientes del pensamiento que sostienen que el machismo es un fenómeno cultural propio de las sociedades subdesarrolladas. Yo pienso, tal como lo he expresado, que el machismo en su aspecto violento y posiblemente también en los otros aspectos, está más relacionado con etapas cuasi superadas de los procesos evolutivos de la especie humana en conjunto, pero que ciertos factores culturales obran ya sea como atenuadores de esos impulsos primitivos en las sociedades avanzadas, o como estimuladores de los mismos en sociedades pre-civilizadas como la nuestra. Esta reflexión lo obliga a uno a preguntarse por qué ciertas sociedades han logrado condicionar a sus individuos para que eviten las conductas violentas y por qué otras no. No creo que la explicación a tal interrogante sea simple. Muchos factores han de ser considerados para entender el fenómeno. Propongo algunas hipótesis:

– Las sociedades avanzadas han sufrido un proceso evolutivo de largo aliento en el cual se ha creado un conjunto de normas e instituciones que le otorgan al ciudadano cierta seguridad física que hace innecesario el uso de la confrontación individual. En las sociedades subdesarrolladas no existe ese elemento intangible de contención institucional de las pasiones primitivas, entonces el individuo siente que tiene que defenderse por sus propios medios y ve en cada semejante a un potencial enemigo. Algo así como la ley de la selva.

– En las sociedades desarrolladas existe mayor probabilidad de que el agresor sea castigado porque generalmente esas sociedades cuentan con aparatos policiales y de justicia bastante efectivos. Por tanto la disuasión es un elemento poderoso a la hora de contener a los exaltados.

– Como lo he expresado en muchas ocasiones, las sociedades avanzadas han logrado consolidar al respeto como valor primordial para el sano desarrollo de los procesos sociales. En nuestras sociedades, hay otros valores más apetecidos como la famosa viveza, la malicia y otros por el estilo.

– Las manifestaciones artísticas y estéticas a veces obran como refuerzo de las conductas primarias. En este sentido pueden ser una consecuencia de nuestra manera de ser, pero también se constituyen en una causa en la medida en que se convierten en factores de inspiración a la hora de actuar, más cuando están asociadas con el consumo de licor. El ejemplo más manifiesto lo encontramos en la música que oyen los colombianos. Según mis observaciones de campo, creo no exagerar si digo que en el 80% de los pueblos y en general en la provincia, se oye música mexicana en todas sus variantes: rancheras, corridos, narco corridos, norteña, etc. Gran parte de esta música apela a las pulsiones más rústicas del ser humano, como darse chumbimba, la venganza, el despecho y en general el machismo más hirsuto que pueda uno imaginar. Si se fijan bien, la cultura traqueta está indisolublemente asociada con la estética del caballo y la música mexicana. ¿Por qué será? Para que no me acusen de arribismo cultural, diré que a mí me gusta la música mexicana pero no toda ni a toda hora, caramba.

Y es cierto que aun en las sociedades más desarrolladas también se presentan brotes de violencia extrema. Ni las democracias más estables e igualitarias como las nórdicas se han librado de ocasionales brotes de violencia extrema, pero son casos aislados. Hasta en esos paraísos de prosperidad y estabilidad aparece cada tanto un desquiciado que no teniendo mejor manera de desahogar sus frustraciones, se levanta un día cualquiera con el mico al hombro, va a un supermercado y se dedica durante un buen rato a coser a plomo a cuanto cristiano se le pase por el frente. Lo que esto comprueba es que a pesar del grado de evolución que hemos alcanzado los humanos como especie, dentro de cada uno de nosotros se agazapa muy cerca de la superficie un auténtico troglodita dispuesto a salir apenas se den las condiciones apropiadas. Y eso ocurre con todos nosotros, en mayor o menor grado, aun en los que se precian de ser la encarnación misma del Mahatma Gandhi. Yo por ejemplo, que me considero tan inofensivo como la patada de una gallina, disfruto enormemente las películas de acción en las que no perdono que el malvado de turno se salga con las suyas, y espero que al final, como ocurre siempre en esas películas, el paladín de la justicia, el bueno, al calor de una frase ejemplarizante y lapidaria estilo «tú eres la enfermedad y yo soy la medicina», le propine al perverso una muerte espantosa en compensación por todas las atrocidades cometidas.

Por último veamos el papel de la mujer en todo este embrollo. Con la depreciación de la fuerza bruta y la agresividad como factores diferenciadores de poder, y con las conquistas de la mujer enmarcadas en lo que conocemos como «liberación femenina», resulta evidente que ellas se están equiparando e incluso superando a nosotros los hombres en muchos escenarios de la actividad humana. Eso está muy bien. Pero también hay aspectos desafortunados en los que las mujeres nos están igualando, o como diría un amigo mío, nos están alcanzando por lo bajo. Por ejemplo, he presenciado el caso de muchas niñas «bien» que apenas se suben a un automóvil y rozan con su delicadas manos el volante de dirección, por arte de magia sufren una transformación inmediata y adoptan los modales propios del más curtido y soez conductor de volqueta. O las niñas adolescentes que en su trato con sus iguales no se bajan de marica y güevona. No sé, quizás son las épocas y lo que ocurre es que me estoy quedando obsoleto.

No es más.

GLOSARIO

 

chumbimba: plomacera

 

plomacera: plomo ventiado

 

salsita: espeso, alebrestado

 

pirobo: término sicarial altamente peyorativo. Se usa muchas veces como preámbulo a la chumbimba. Puede significar varias cosas, pero nunca algo bueno. Casi siempre viene acompañado de un vocablo gemelo: gonorrea.

 

berraco: el chacho, el tebas, el mandacallar. Aunque la palabra está registrada en el diccionario con V, con la acepción que le damos en Colombia me parece que se lleva mejor con B, no sé por qué.

 

marica: palabra que se usaba originalmente para insultar a un hombre, ya fuera cordialmente o con ánimo agresivo. Con ella se pretendía poner en tela de juicio la masculinidad del agredido. Aplicada a las mujeres, parecería que el término cae en el absurdo, pero ocurre que las costumbres son veleidosas.

 

güevona: igual que marica pero todavía más absurdo.

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PIETRO ROCA

LA PIEDRA AFUERA

Correo: pietro.roca@hotmail.com

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