Aterricé en
Bogotá un martes a las 4:50 a.m. luego de varias horas de viaje desde Los
Ángeles. A esa hora al parecer el único avión que llegaba era el mío entonces
la entrada por inmigración fue breve. Cuando esperaba recoger mis maletas se me
acercó un hombre con pinta de detective.

-¿Es usted
Luis Eduardo Quintero?-

-¡Mierda!,
me cogieron-, pensé.

-Sí, soy
yo.-

-Bienvenido.
Mi nombre es Pepito de los Palotes. Soy amigo de su hermana y me recomendó su
llegada.-

El hombre
efectivamente había trabajado con ella hace un tiempo, así que hablamos por un
rato mientras salían mis maletas.

Salí y me
esperaba ella, junto a Juanito, mi ex compañero de aventuras australianas. Nos
dirigimos al parqueadero y tomamos el carro rumbo a la casa en cedritos. Allí,
luego de algunos saludos protocolarios me dispuse a dormir un rato para
descansar del viaje, no sin antes actualizar el status de Facebook: «Buenos
días Bogotá»

A pesar de
que he hecho tres viajes interoceánicos nunca he sentido el famoso «jetlag» o
descuadre de horario. Hay personas que les pega durísimo y pasan una semana
adaptándose. Extrañamente a mí no me ha sucedido.

Entraron un
par de llamadas de amigos cercanos para saber cómo había llegado. Saludos,
picos y abrazos por teléfono iban y venían. Preguntas de todo tipo llegaban y
comenzaba a contar en vivo y en directo las primeras versiones de mi vida por
Australia. Ya para la versión No 47 de la misma historia decía: – Mejor entren
a mi blog-

Ese día
cayó festivo así que aproveche la tranquilidad del tráfico para sacar mi carro –
me encanta conducir en Bogotá durante los festivos -y llevar algunas de las
encomiendas enviadas a sus felices destinatarios. Tres paradas hice ese día
entregando paquetes, contando historias y dando los respectivos saludos de
algunos de la tropa de mis amigos que se habían quedado en Australia.

Aunque este
viaje fue planeado como unas vacaciones, también debí sacar tiempo para el
trabajo pues como mi oficina es un portátil y una conexión a internet, al otro
día ya estaba de visita con algunos clientes con los que continué trabajado
desde Australia.

Mi regreso
a una de las oficinas de uno de mis clientes fue algo espectacular, pues mis
compañeros de trabajo me recibieron felices y algunos decían que el tiempo se
había pasado muy rápido.

-Sentimos
como si te hubieras ido de puente-, uno de ellos afirmó. Y era cierto. Entre
más pasan los años, el tiempo se te pasa más rápido, entonces la sensación era
que el tiempo de ausencia no había sido tan largo.

Algunas
preguntas hacían referencia específica de cómo había visto el país, a Bogotá,
entre otros puntos. Confieso que un año no es mucho tiempo y hacer un juicio
exacto de cómo se ve un país luego de tiempo corto es un proceso complejo. Tengo
un amigo que vive en Holanda – saludos, pachito- y no viene a Colombia hace
como ocho años. Considero que él sí podría sentarse a contar las diferencias
del antes y el después.

Yo podría
anotar que volver a la tierrita luego de estar lejos es un sentimiento de
nostalgia y felicidad absoluta. Muchos de los inmigrantes que estamos por fuera
venimos porque queremos venir, porque queremos empaparnos nuevamente de
vallenato, de sombreros «vueltiaos»; abrazar a los amigos, buscar a esa novia
que dejaste – así nunca se haya dejado ver -, esconderse de algunas culebras,
tomarse un consomé de pollo, con huesito incluido, arepa de choclo; hablar
español, tramar que hablas inglés con un par de frases – ¡you know, mate!- y
sentir el calor del país que te vio nacer.

Algunas
cosas de las que ves por Australia tiendes a hacerlas en tu país. Ser más
tolerante, mejorar la cultura ciudadana y creo que un ejemplo perfecto para
esto es el tema de la conducción.

Dicen que
el que maneja en Bogotá maneja en cualquier parte del mundo; pues tiene algo de
cierto, porque mucha gente maneja a las patadas en Bogotá. Impera la ley del
más fuerte, el del carro grande, el conductor avión que te cierra. Aquí
pareciera que la luz amarilla del semáforo que va luego de la roja significa «pite»
y la amarilla luego de la verde significa «Acelere mijo que alcanza a pasar». Con
mi círculo cercano iba mostrando como es la cultura de la conducción en Australia.
A pesar de la lluvia de comentarios:

-Uyyyyyyy,
cómo le digo, australiano-

-Ay no, tan
aussie pues-

-Quién lo
ve tan culto, se nos «primermundizó»-

¡ay Dios!…
y uno se pregunta si así son para manejar, cómo manejarán sus vidas ¿a las
patadas también? Yo intenté utilizar algo de lo que se ver por Australia, pero
en algunos casos se perdió esa platica. Me tocó ser avión también. O comes o te
comen.

Aquí es
donde uno dice que nos falta y mucho… aunque sé que ahí vamos, poco a poco.

Esperaba a
mi regreso encontrar a mis amigos cercanos tal y como los había dejado. Pero lamentablemente
no fue así. Aunque mi vida siguió en Australia, la de ellos también, la de
todos. Todos crecimos, ganamos plata, nos quebramos, lloramos, nos echaron del
trabajo, pataleamos, y eso con el tiempo nos vuelve diferentes. A pesar de que
pasó un año, ya muchos no eran los mismos de antes. Eso, obviamente, tenía sus
cosas buenas y las no tan buenas.

Es que
recuerdo que cuando llegué a Australia por primera vez los post en Facebook y
mensajes por MSN abundaban. «Nos haces faltaaaaaaa» «Vuelve prontooooooooooo»
entre miles de opciones. Incluso algunas conversaciones por MSN eran así

Holaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
(Zumbido)
😉

¿Cómo
estássssssssssssssssssssss?

¿Cómo
llegasteeeeeeeeeeeeeeeeee?
No te has ido y ya nos haces faltaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

(Zumbido)
(Zumbido)

Te
quierooooooooooooooooooooooooooooooo

Vuelve prontooooooooooooooooooooooooo

 

Luego de un
tiempo no muy largo las conversaciones bajaron a este calibre:

Hola… q+?
Alo?
Sutanita aparece como desconectado. Es posible que no reciba tus mensajes.

Por más que
uno no quiera las personas cercanas, familiares y amigos, siguen con su vida.
Uno añora que luego de un tiempo fuera del país regrese y todo sea lo mismo en
ese aspecto, pues no.

No valdría
la pena viajar a Colombia sin pegarme un viajecito por ella para relajarme, así
que con un combo de amigos tomamos carretera con destino a la costa norte en
medio de una noche de finales de diciembre. Siempre me ha gustado manejar de
noche, así que el plan parecía perfecto. Luego de un par de horas arribamos a
Honda; allí nos detuvimos a tomar Pony Malta, descansar y continuar el camino.
Cambiamos de asiento con Humberto y él manejó desde ese punto. Nuestra
siguiente escala fue en Puerto Boyacá. Allí pasamos la noche por la módica suma
de 100.000 pesos por una habitación para los tres. Al otro día retomé la
conducción.

Por un
error de cálculo, – entiéndase por bruto- dejé bajar mucho el tanque de
gasolina y por poco nos quedamos varados. Casi con «el cuncho» del tanque
llegamos a una bomba vieja en medio de la carretera. Y efectivamente, por lo
vieja, temí lo peor: No había gasolina.

-Pero se la
consigo patrón-, un mecánico que se encontraba cerca apuntó. Se llevó un tarro
de plástico, arrancó en su moto y prometió regresar. Efectivamente a los 20
minutos volvía con la gasolina. Me había salvado.

Varios
kilómetros adelante encontramos una bomba y ¡oh sorpresa!, no tenía gasolina
tampoco.

-Si ustedes
tiene una bomba, lo lógico es que tengan gasolina , ¿no?- le pregunté al
bombero. El hombre se limitó a levantar los hombros, en señal de «¿y yo qué
hago?

Luego de
más de 900 kilómetros arribamos a Santa Marta. Ahí pasamos la noche en un hotel
para prepararnos para el día de viaje hacia la orilla del mar. Acampamos en una
playa llamada Chengue cerca a Santamarta por el parque Tayrona. Para llegar a
ella, debíamos  hacer un viaje en lancha
de aproximadamente de 18 minutos. Allí conocimos a «Pepe y Migue», dos lobos de
mar expertos en llevar y traer gente de Chengue. Negociamos varios viajes y
partimos hacia la playa. Eso sí, siempre le he tenido mucho respeto al mar,
entonces pregunté cómo estaba.

«Tranquilo»,
respondió pepe. ¿Tranquilo?, las pelotas… había un punto donde estaba picado y ¡virgen
santísima¡ esa lancha se balanceaba muchísimo;  alcancé 
ver una olas muy fuertes que la golpearon queriendo voltearla. Aunque no
pasó a mayores, la empapada sí fue hermosa.

Allí en
Chengue estuvimos varios días. Éramos una tropa de aproximadamente 10 personas,
más otros grupos de turistas y los nativos que viven ahí y atienden a los
visitantes. Don Isidro fue el encargado de cocinarlos desde pescado con patacón
hasta langosta. Este fue un espacio para descansar de todo, pues no había luz
eléctrica, señal de celular, Internet, Facebook, Messenger o Telmex. Sólo
libros, cámara de fotos, snorkel y unas cervezas.

En este
lugar pasamos año nuevo y recordamos algunas historias de siempre. Fue un buen
momento. Yo aproveche unos días del viaje a la costa para ir hasta Cartagena.
Allí tuve la oportunidad de ir al concierto de Carlos Vives y fue una
experiencia muy bacana. Escuchar en vivo a este personaje es emocionante pues
tiene una puesta en escena muy buena y sus clásicos, cuando vienes de afuera
del país, los escuchas con más ganas.

Las
carreteras de la costa están en su gran mayoría en muy buen estado. Se puede
viajar tranquilo y sin problema. Lo que sí no me gustó es que para pasar de
Santamarta a Cartagena debe uno ingresar a Barranquilla y atravesar la ciudad.
No hay una variante, y uno gasta más de una hora entrando y saliendo. Además
recuerdo que en un punto no había muy buena señalización y me metí en contravía
songo sorongo; pero lo que me encantó fue con la amabilidad con que un señor me
hizo caer en cuenta que iba en contravía.

-¡Vas en
contravía maricón!-

Así quién
no entiende. Aunque hubiera preferido un cambio de luces o algo similar.

De regreso
de Chengue vivimos un momento de pánico. Aunque Pepe y Migue iban al mando de
la lancha, pasamos por aquel funesto sitio donde el mar se ensanchaba contras
las embarcaciones. Obviamente uno ve esas olas grandes golpear la lancha con
fuerza y lo único que hay por hacer es morderse el codo y esperar, pues estas
paredes de agua amenazaban con voltearnos o mandarnos contra las rocas; no se
sabía cuál era la peor de las opciones.

Pepe bajó
las revoluciones del motor para esperar a que el agua se calmara. Pero el mar
cada vez estaba más picado y embestía con fuerza la embarcación. Creo que si estuviéramos
en el Titanic ni lo sentiríamos, pero esa lanchita de madera parecía un palo de
paleta en las fauces de un tigre de bengala, listo para despedazarla. La cara
de Pepe, aunque sonreía, notaba preocupación y si él estaba preocupado, imagínense
nosotros.

Tomé la
mano de Marcela, para calmarla – así digas que también estaba muriéndome – ,
pues ella estaba en shock. Para completar el asunto, pasó un ventarrón que hizo
volar por los aires la cachucha de Humberto.

-No
importa, sigamos- afirmó.

Pero estos
lobos de mar, Pepe y Migue, decidieron regresarse por la bendita gorra. Dejaron
el motor sin acelerar, dieron vuelta y duramos buscando unos 38 segundos a que
la gorrita apareciera. Obviamente como el motor no estaba acelerado, estábamos
casi a la deriva. Se imaginarán la escena con las olas golpeando la lancha.
Para morirse del susto.

Afortunadamente
la gorra se recuperó, Pepe nuevamente aceleró y salimos rápido de ese maremoto
en potencia. Minutos después estábamos a la orilla, felices.

Nos
despedimos de Pepe y Migue, dejándoles algo de mercado que nos sobró y una
botella de ron casi enterita. A ellos les encanta eso y «mamar fría» como
popularmente le llaman a tomar cervecita.

Tomamos
carretera de regreso, aunque estábamos antojados de ir a Medellín por un par de
días, y variar la ruta con el objetivo de pasar por más lugares. A pesar de que
andábamos con mapa en mano, no desciframos el camino exacto para llegar a
Medellín desde Santamarta por la vía del Madgalena medio. Preguntando a cuanta
persona aparecía nadie nos confirmó exactamente cuál era el camino y llegando a
Aguachica, César, aún no encontrábamos la ruta que nos llevaría a la ciudad de la
eterna primavera.

La noche se
asomaba y salíamos de Aguachica para buscar el famoso desvío hacía Medellín,
cuando mi carro se recalentó. -WHAT THE $%#$%#$%-. Me parecía extraño pues le
había mandado revisar todo antes del viaje. Sin embargo por precaución
decidimos regresar a Aguachica y cancelar el viaje a Medellín. Allí en esta
ciudad un par de personajes nos guiaron hasta un taller, nos consiguieron
hotel, mejor dicho, faltó que nos hubieran invitado a bañarnos en el río. Ya en
el taller llamaron al mecánico – de nuestro celular porque extrañamente aquí casi
nadie tiene minutos- y el hombre apareció al instante.

El
diagnostico:  «pues resulta que a la
ventaviola del miple le entró mugre y eso hace que el filtro de la chumacera no
conecte con el chirrinoiter»

No me
sonaba mucho ese diagnóstico extraño y por seguridad decidí esperar a Bogotá y
llevar el auto a un taller de confianza. El resultado fue un daño en la bomba
del agua que siempre me costó un dinerito. Pero las vacaciones valieron la
pena. 

Realmente viajar por Colombia es una de las mejores cosas que se puede
hacer cuando estás allí. Paisajes extraordinarios, gente amable, comida
deliciosa, buenos hostales, zonas de camping, comer bon ice, carne oreada,
rosquillas, empanadas, la infaltable pony malta; así mismo disfrutar que estás
en tu país, con tu gente, tu familia, tus amigos y hasta tu perro.

Sí, sí, ya
sé. Obviamente hay cosas malas, que no faltan. Pero prefiero contar las cosas
viendo todo desde el lado medio lleno de la botella.

Sin meterme
en política, porque como política de este blog no hablo de política, y, desde
mi punto de vista personal, veo que Colombia es un gran país. Que
lamentablemente tiene sus problemas, y ahora padece una catarsis muy grande
pues se han destapado escándalos de todo tipo.  

Considero que la tierrita aún está en construcción, que nos falta mucho,
que necesitamos mucho, pero más que quejarme de esto y de lo otro, busco la
forma de ver cómo aporto mi granito para sacar esta tierra adelante. No en vano
a Colombia le debo mucho de lo que soy. En esa tierra crecí, y espero un día,
no muy lejano, incluso más cercano que lejano, regresar y devolver en algo todo
lo que ella me brindó.

Luego de 2.614
km recorridos, más de 15 ciudades y pueblitos visitados, dos recalentadas del
carro, un mar de leva que casi nos voltea la lancha, la pérdida de la
pantaloneta de Humberto, el daño del snorkel, y las compras de rosquillas y
regalitos, estábamos en Bogotá nuevamente.

 Luego de varios días la hora de regresar llegó
y el guayabo emocional fue bastante fuerte. Aún no me repongo. Dejar todo y
retomar tu camino es duro y peludo. En el aeropuerto, luego del desayunito de
despedida con huevos pericos, arepa de choclo y chocolate, me dirigí a la
entrada de inmigración.

Uno de los
cuadros más complicados que veo en los aeropuertos es esta puerta. Por última
vez ves a tu familia y amigos. Allí sólo unos entran a inmigración, dejando
atrás esposas, esposos, novias, novios, hijos, hermanos, amigos, padres, tíos,
abuelos.  Hay abrazos largos, hay besos
fuertes, hay lágrimas. Hay manos que no quieren soltarse, hay dolor, hay
alegría, hay palabras dulces, hay ilusión, hay amor.

En el 98.45%
de los casos todos antes de ingresar volteamos a mirar a nuestros seres
queridos. Allí, ya no hay palabras. Sólo miradas lejanas que, creo, tienen un
solo mensaje: Regresaré.

 

¡A la
conquista!

luiseduardo@lavidaenaustralia.com 
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