Esto es con una alcaldía y una policía que saquen a los violentos y protejan a los ciudadanos que van a ver un partido en paz y no al revés. No al estúpido revés.

 

El jueves 31 de Marzo se jugó en Bogotá, en el estadio Nemesio Camacho “El Campín”, uno de los encuentros más mediáticos del fútbol colombiano. Dos equipos que comparten una rivalidad deportiva de tiempos de antaño y que siempre que disputan este llamado “clásico”, invitan a muchos hinchas colombianos a no perderse un partido que es emocionante en la cancha e impactante fuera de ella.

Este último clásico que traía a un Atlético Nacional invicto y a un Millonarios en rápida evolución, tuvo su protagonismo en las tribunas debido a denuncias sobre segregación, violencia y omisión de las autoridades. Sin más introducción, queremos que sean aquellos quienes vivieron estos difíciles momentos, quienes nos describan lo traumático que puede ser prohibir la entrada de hinchadas visitantes a los partidos del fútbol profesional colombiano.

Queremos resaltar la crónica de Boris Del Campo M. que podrán leer más adelante, así como también la denuncia realizada por el exfutbolista Lucas Jaramillo en su perfil de Facebook.

 

Hincha por un día: Oda a la estupidez y a la violencia en el fútbol por Boris del Campo M.

Se para delante de mí un muchacho que no llegaba a los 20 años y me dice: “Dónde está su camiseta. Sin camiseta no puede entrar”

Caminábamos por la carrera 30 hacia el sur y ya veíamos al fondo el estadio, con sus luces encendidas. Se escuchaban cánticos, un montón de gente cantando algo que no se entendía, pero que se sabía venía de esa masa compacta de color azul que se amontonaba en el mismo destino. Éramos cinco: Gabriel, Carlos, Andrés, Gustavo y yo. Tres hinchas de Millonarios, uno que ni le va ni le vienen los colores y se define “hincha del fútbol” y uno de Nacional. La Liga Águila nos regaló las boletas para el clásico Millonarios – Nacional y decidimos asistir como lo que somos: un grupo de amigos.

Nuestras entradas eran de la tribuna oriental sur. Una tribuna “caliente”. Por eso nos fuimos casi todos vestidos de azul y solo uno llevaba la camiseta del equipo. El ingreso del primer filtro de seguridad está al sur del estadio, donde acaba la carrera 24. Llegamos.

Tan pronto fuimos a entrar por el filtro se para delante de mí un muchacho que no llegaba a los 20 años y me dice: “Dónde está su camiseta. Sin camiseta no puede entrar”. Lo miré extrañado, pensé ingenuamente que podía ser alguien de un cuerpo de seguridad del Estado. Le contesté: “¿Usted quién es?”. “Un hincha azul” contestó el “agente secreto”. Me reí en su cara, lo aparte del camino y le dije: “Yo también”. Pasamos todos.

Gustavo se acercó a mí visiblemente asustado y me dijo “esto está terrible, mientras los esperaba desvistieron a un muchacho por no tener distintivos de Millonarios, lo golpearon enfrente de la Policía y nadie hizo nada”. En ese momento otro tipo parado adelante del filtro nos dice “si no llevan sus camisetas de Millonarios adentro les va ir mal”. Íbamos por la segunda amenaza. Llegamos al segundo filtro.

Allí fue la policía quien nos puso problema: “si no traen camiseta no pueden entrar al estadio”. Contestamos: “Venimos invitados por la Liga”. “Si no traen la camiseta no pueden entrar”. Nos tocó sumar otra estupidez a la noche: mostrarle a los policías fotografías nuestras vestidos de azul en partidos pasados. “Tengan la foto a mano, la van a necesitar”. Pasamos.

Al llegar, finalmente a la puerta, la empleada de logística quiso pasarse de astuta. Como nos vio sin camiseta nos dijo “Lo siento, las boletas de cortesía ya no se están recibiendo. No pueden entrar”. A pesar de la tonta excusa de la dependiente, le dije lo más amablemente que pude: “Perdona, aquí dice que podemos entrar hasta una hora antes del partido y falta más de una hora”. Pasé la tarjeta por la máquina de registro y esta autorizó el acceso. A regañadientes tuvo que dejarnos entrar. En los pasillos, de pronto alguien gritaba: “¡Es un paisa!” y grupos de muchachos se arremolinaban cerca a gritarle que se fuera. Lo intimidaban amenazantes, frente a la policía, que los miraba impasibles, hasta que el afectado demostraba de alguna forma que nació aquí o que su mamá es hincha del azul. Ahí lo dejaban tranquilo. Caso contrario la Policía “captura” al «infiltrado» y lo saca de las instalaciones. ¿Cuántas estupideces van?.

Llegamos finalmente a nuestros puestos. Ocupados. Nos mirábamos entre todos buscando cuál iba a ser aquel que nos dijera “Yo voy a reclamar las sillas”. Como ninguno se animaba, alguien, con camiseta, nos dijo: “Paila parcero, aquí no se respetan puestos. Háganse donde quieran”. Y bueno. Toca ser conscientes de que estamos en un país tercermundista. Buscamos otros puestos.

Sentados al fin, una hora antes del partido, nos tocó ver el matoneo de cientos de personas. Delincuentes vestidos con camiseta del club van braveando al que encuentran sin el dichoso trapo azul y le exigen cédula, fotos en el celular que comprueben su lealtad a los colores locales. Si lo hacen, bien. Si no, gritan “¡Paisa hijueputa!” y entonces ya son cientos los que gritan con odio “¡Fuera!”. La policía llega y los escolta afuera del estadio. No hay dónde acomodarlos. Toda la tribuna es azul. El grupo de delincuentes que oficia de grupo paramilitar “barre” de las graderías todo lo que no sea azul o no pueda comprobarlo, apoyado por la policía. Suena estúpido, ¿verdad? Pero así es.

Un par de estos idiotas vienen a apretarnos, primero uno, luego el otro. Nosotros somos 5 ellos vienen de a uno. Pero sabemos que ante el grito de “¡Paisa hijueputa!” se nos vendrá encima la tribuna casi entera. “Muéstreme fotos” tratamos de buscarlas pero la señal es pésima. No cargan. “Ustedes me muestran algo porque ustedes me apuñalaron en Medellín”. “¿Nosotros?”. “Sí. Ustedes paisas hijueputas”. “Hermano, yo no soy paisa. Y además quién lo manda ir a meterse allá a que lo jodan” Es que yo sí sigo a Millos a donde vaya”. Imposible razonar con un estúpido simio vestido de hincha. Lo ignoramos. Se fue.

Tuve que ver y avergonzarme por como sacaban a un padre de familia con sus dos hijos pequeños de la tribuna oriental. No vestían ningún color. Sus sacos eran grises. El padre los abrazaba a cada uno y trataba de razonar con la policía que los arreaba hacia afuera por la grama cerca a la gradería. Los niños miraban asustados a esa cantidad de rostros con camiseta azul que les gritaban enloquecidos que se largaran en medio de un aluvión de groserías. No hubo razones que valieran. Los echaron. Al fondo se leía un aviso gigante de la alcaldía: Bogotá para todos. Irónico y vergonzoso.

Durante el partido la gente se mira con miedo. No saben si a quien tienen alrededor es uno de estos “barras bravas” dispuesto a amenazarlos o, incluso, a cumplirles la amenaza adentro o afuera del estadio. Encuentran historias solidarias en los vecinos sobre cómo los apretaron y les exigieron pruebas documentales de su historial azul, so pena de ser expulsados. No lo pueden creer. No lo podemos creer. Hemos sido violentados por gente de nuestra ciudad, de nuestro equipo, en nuestro estadio. Imbecilidad.

Los insultos van y vienen. El clima es hostil. La violencia hacia el rival, este en particular, es indescriptible. El Atlético Nacional encarna, sin deberlo, algo odiado, un “enemigo”, “digno” de insultos y muerte. Esto es un monstruo desbordado, con una afición mal entendida. No entendida.

Cuando vinieron los goles el paramilitarismo azul se tranquilizó. Ya habían confirmado lo “azul” de los presentes. Tres de estos, parados detrás nuestro, ahora nos sonreían. Éramos de la misma tribu. Y no lo somos. Les juro que no lo somos.

El fútbol debe ser una fiesta. Una maldita fiesta. Donde vayan las familias con sus hijos, donde nos sentemos mezclados en las tribunas, donde nos burlemos sanamente de las desgracias deportivas del contrario. Yo quiero ir con mis primos y sus hijos hinchas de Nacional al estadio. Quiero acompañarlos con mi hijo, que somos azules, y ya me da hasta pena decirlo. Donde nos abracemos al final de cada partido y sigamos siendo amigos y volvamos a lo nuestro. El fútbol no es más que un juego. Acorralar a los visitantes en una tribuna y sacarlos antes de que acabe el partido, o peor aún, impedir su ingreso al estadio del todo, es hacerle el favor a los violentos, a la intolerancia, a la delincuencia disfrazada de hincha. Que la policía favorezca esta estupidez es el colmo del surrealismo.

Si no podemos ir al estadio como gente civilizada entonces no vayamos, jueguen a puerta cerrada y veamos fútbol por televisión, porque nuestra ignorancia no nos deja asistir a espacios comunes. Pero esto es con pantalones, con una dirigencia de equipo seria que saque a estos delincuentes del estadio. No se estresen. Se los reemplazamos con niños y padres de familia. Plata no van a perder. Esto es con una alcaldía y una policía que saquen a los violentos y protejan a los ciudadanos que van a ver un partido en paz y no al revés. No al estúpido revés.

Se preguntarán qué fue del hincha de Nacional, amigo nuestro, que venía entre nosotros. Aprendió los cánticos azules, saltó, vociferó, cantó los goles de Millonarios, «celebró» con los brazos en alto. Fue hincha por un día. Y no fue gracioso, porque sé que hubiera querido ir de verde y blanco, sé que hubiera querido cantar el gol de su equipo y sé que sintió miedo. Yo lo sentí. Los cinco lo sentimos. Y eso señoras y señores no es la idea que tengo de ir a ver un partido de fútbol. Ayer fue el día en que la violencia le ganó de lejos al deporte.

¿El partido? ganó Millonarios. Pero eso, tristemente, es otra historia.

 

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