No hemos hablado todos. La voz que ha hablado por nosotros pertenece a una misma clase y es, de hecho, en contra de la cual deberíamos estar luchando: la del hombre blanco. Hemos permitido que la idea de diversidad se haya desarrollado bajo un único estándar. Si bien la problemática que genera esta situación se ha hecho tangencialmente visible con el transcurrir de las luchas y los desafíos, sigue siendo un punto de quiebre fundamental que requiere de atención.
El arquetipo de la comunidad ha sido encarnado por un hombre blanco, de estatus social alto, educado, aun cuando no heterosexual. Lo anterior, por supuesto, es un síntoma que sólo puede provenir de una enfermedad como el patriarcado. Esto trae consigo muchos otros problemas. El clasismo, el sexismo y el racismo no son ajenos a la comunidad LGBTI+. La comunidad tiene que seguir enfrentando desafíos, es una minoría vulnerable y, cualquier riesgo al que deba enfrentarse la población general –la violencia colombiana, por ejemplo– es un riesgo doble para un homosexual. Pero si una persona hace parte de dos poblaciones, o tres poblaciones, o cinco poblaciones vulnerables (mujer, pobre, trans, afro y discapacitada, por ejemplo) sus derechos serán, posiblemente, cinco veces vulnerados. Por lo tanto son esas minorías, en el marco del discurso diverso, las que requieren de mayor visibilidad, y cuya protección debe ser primordial.
Es imprescindible recordar que, aún cuando pertenezcamos a la misma comunidad, somos diferentes, y no sólo por la diferencia que indica el acrónimo. El entramado que genera identidad complejiza nuestra condición humana. Muchos grupos humanos, minoritarios dentro de la minoría, han sido relegados al olvido. No sólo a veces silenciamos las voces de las personas bisexuales, por ejemplo, o de las trans, sino que también hemos forjado una peligrosa figura masculina, blanca, saludable, económicamente estable, estudiada, física y estereotípicamente hermosa. El grueso de la población suele quedar por fuera, sin representación y sin protección. Si bien es cierto que lentamente hemos logrado darle forma a las voces tenues que valientemente han logrado expresarse, muchas han sido las veces en las que nos hemos hecho los sordos. Por eso mismo, porque hemos dejado nuestra voz a la suerte del patriarcado, debemos enfrentar otros desafíos que reverberan dentro de la comunidad pero que parecerían existir sólo fuera de ella.
Por otra parte, lamentablemente no han sido pocas las ocasiones en las que las personas trans se ven dejadas de lado. Sin entrar a la fuerte homofobia de algunos individuos heterosexuales, es también a veces la misma comunidad la que le cierra las puertas a los trans en la cara. Que no los dejen entrar a bares o a discotecas, por poner un ejemplo casi banal pero ilustrativo. Si esta es una de las minorías dentro de la minoría que más desafíos tiene que afrontar, debe ser también una de las que más deba protegerse. Las lesbianas, por su parte, suelen ir detrás de las banderas que ondean los gays, tocándoles los zapatos, haciendo suya la sombra por la que son cubiertas. En un sentido trágico, las lesbianas llevan menos carga social porque la sexualidad de las mujeres muchas veces es vista como no-sexualidad.
El caso de los bisexuales es por lo menos curioso. La sociedad suele ser más imperativa con el bisexual. Tiene esperanza. La sociedad tiene esperanza y llegará hasta las últimas consecuencias para que el camino de un individuo se tuerza conforme la sociedad quiere torcerlo. Si tenemos como pensado que la sexualidad de las mujeres es una no-sexualidad y que la de los hombres, al ser activa y presente puede ser o bien de combate o bien repulsiva, no es de extrañar el siguiente grito, irreconciliable con la racionalidad y el respeto: que las mujeres se decidan; o que el origen de su bisexualidad se deba a que aún no les ha llegado el hombre que es –que es mujer. Y, en el caso de los hombres, una parte de la sociedad imperativa les dice que su comportamiento es aún más “repulsivo” que el un hombre gay. Y la comunidad LGBTI les dice a veces que tal cosa como un “hombre bisexual” no existe. No sólo son los heretosexuales de discurso venenoso quienes atacan a los que les parece que salen de la norma –aún cuando la homosexualidad sea tan natural que exista no sólo en la raza humana sino en otras especies animales– sino que son los mismos homosexuales los que atacan a matar a sus propios miembros.
Sucede así con todas las expresiones de la sexualidad. Los género no conforme, los queer, las personas “raras” (cualquier forma de existir no-heterosexual), son rápidamente rechazados, ignorados incluso. Incluso dentro del entramado heterosexual hay mucha cosa trágica en un aire denso y poco respirable. El machismo y el patriarcado, enfermedades que se tragan a quien sea y a la comunidad que sea como una gangrena que se desarrolla exponencialmente, también tiene sus efectos negativos sobre las mujeres y sobre los hombres que tienen el privilegio social de ser heterosexuales, aunque aquí no deba existir privilegio alguno.
Es diferente hablar de un indígena bisexual que de una mujer blanca bisexual, y un larga lista de etcéteras con las combinaciones posibles. Claro. Pero es este discurso el que complejiza nuestra calidad humana, y nos hace, en un sentido más amplio y exploratorio, humanos. Todos aquellos, sin embargo, desde el afro hasta la lesbiana pasando por la trans y el de género no conforme, tienen un problema en común. Un hombre blanco, racista, clasista y xenófobo. Esto suena como si estuviera hablando de algún tipo de conquista colonial, supremacía de hace cuatro siglos. Y eso es lo peor de todo.
Si hemos logrado ser escuchados bajo esa representación masculina y blanca, es el momento de diversificar el discurso. Hablemos no sólo de la voz del hombre blanco gay. Ya lo estamos haciendo. Hablemos de las personas LGBTIQ+ afrodescendientes, indígenas, discapacitadas, ancianas, desempleadas, desplazadas, inmigrantes. De los gays, de las lesbianas, de los bisexuales, de los trans, de los queer y de los que, con otra concepción, amplían nuestra capacidad de entender la sexualidad. Hablemos de nosotros en sintonía con la realidad del país, con las singularidades propias de una Colombia mestiza, caliente, ambientalmente rica, crudamente violenta. El reconocimiento de estas diferencias en contexto será la puerta que nos permitirá ser diversos en realidad, dejar de lado nuestra identidad prestada y abrir el espacio para construir una identidad que nos represente.