Quizás usted sea como yo, y haya escuchado el término “narcolepsia”. La narcolepsia es una enfermedad crónica del sueño de tipo neurológico. En el imaginario cultural, son esas personas que durante el día se desploman repentinamente porque caen dormidas sin quererlo. ¿Pero cataplexia? Esa no la conocía.
La cataplexia suele estar acompañada de narcolepsia. Los casos en los que no son raros. Raros en una combinación ya de por sí extraña.
Si alguna vez ha sentido alegría, deseo, o excitación, bien sabrá que son emociones fuertes que desequilibran. Y es exactamente eso lo que quienes padecen cataplexia quieren evitar a toda costa: las emociones agradables. ¿Cómo se vive una vida en la que una de las metas fundamentales es no sentir nada por nadie? Estas emociones desencadenan episodios catapléxicos que van desde problemas al hablar, entumecimientos, hasta parálisis total. Todo esto pudiendo todavía mover los ojos y estando siempre consciente de cómo el cuerpo no obedece las órdenes de movimiento.
En el episodio de podcast que escuché, la persona afectada decía que tenía un propósito definido: convertirse emocionalmente en un robot. No quería que nada le agradara ni le turbara. Sus momentos más íntimos se convirtieron en episodios paralíticos que ya no le traían gratificación sino miedo.
Si la muerte es inevitable, lo que demuestra esta enfermedad es que las emociones positivas también lo son.
Es fácil pretender que no existen. Que lo único claro y contundente son sensaciones hostiles o comúnmente entendidas como negativas. Como pasamos por encima de las emociones agradables, pareciera que ellas nunca estuvieran presentes. Supongo que la felicidad podría llegar a ser incongruente: cuando está presente nadie la reconoce, pero cuando hace falta su ausencia es evidente y dolorosa. La cataplexia es una forma extraña y desoladora de identificarla.
No importa cuánto nos empeñemos en ocultar y evadir el amor, la compasión, la excitación o el cariño. Están siempre. Y son ineludibles.