Una de mis grandes sorpresas y fuente de felicidad durante estas protestas ha sido la creatividad de los participantes. Se han ideado grandes frases, se han gritado arengas memorables, han marchado con estandartes reforzados con palabras antibalas. Me han hecho reír, llorar, estremecer.

Hay una arenga, sin embargo, que siempre me ha molestado.

“Hay que estudiar, hay que estudiar, el que no estudie es policía nacional” he escuchado centenares de veces en las dos últimas semanas y esporádicamente en los últimos años. Y me molesta profundamente porque tergiversa una batalla importante y legítima y la convierte en la pelea de dos niños que no se atreven a darse el primer manotazo por miedo de ser tildados de incendiarios y responsables. Lo que se busca con esta frase es denigrar al otro, hacerlo inferior, casi infantil, excluirlo. Claro, evidente, tangible. Existe solo tanto maniqueo como moralista. Silogismo simple: estudiar es bueno (es imperativo). Los que no estudian son policías. Los policías no son buenos (no hacen lo que es imperativo para ser buenos).

Por un lado, la mistificación del estudio, encarnado en una universidad, me produce náuseas. Las universidades no son sitios sagrados en los que se reparten conocimientos que le son desconocidos a los obtusos ciudadanos que permanecen a las afueras de los edificios del saber. Las universidades no son lugares ni puros ni sacros.

Además de conocimientos, relaciones interpersonales, amigos, novias, amantes y dudas, muchos van a la universidad también a poder basar su arrogancia en un título. Es decir, a llamarse cosas que acompañan el nombre, Dr., Dra. Qué orfandad. Cuántos esfuerzos por ser reconocidos por el padre (que en tiempos modernos se materializa también en el Estado o en sus instituciones). Creo que ahí es donde se quiebra todo: cuando el deseo de reconocimiento supera al interés por el conocimiento. Cuando las certezas restringen las dudas.

Ahora bien, sigamos ahora con el conflicto que nos lleva a pensar en todo esto.

Es la rabia, la injusticia, la opresión a la que se han visto sometidos incontables estudiantes. Los policías, el Esmad, son pura carne de cañón. Y es que en una guerra los soldados son los últimos en preguntarse por el motivo real de la pelea y los últimos en conocer tanto la estrategia de batalla como las rutas de escape.

En la guerra, lo más doloroso es reconocerse en el otro. Por eso algunos utilizan una estrategia antigua e infalible como primer mecanismo de defensa. Crean una división imaginaria de fronteras inquebrantables para lograr distanciarse del otro y poder demonizarlo. En este ejercicio, se pasa por alto la batalla emocional que conlleva el acercamiento hacia ese otro que aparenta ser diferente, que hasta quisiéramos que fuera de otra especie, Homo Brutus. En realidad, a veces no somos tan diferentes los unos de los otros como quisiéramos. Aunque quizás sí seamos muy diferentes. Pero la respuesta a esta dicotomía no provendrá de frases como la que estamos discutiendo.

Es cierto que la problemática de la policía, sus abusos de poder y su estructura es grande y extensa. Y que quizás los policías sí deban estudiar –que haya una especie de universidad para policías en donde no sólo les enseñen a dar patadas sino que también tengan acceso a otros conocimientos. Esta idea viene de mi total ignorancia: quizás incluso sí tengan clases y se les enseñe ética filosófica o algo similar. Esta idea, sin embargo, surgió en cuanto vi aquella escena en la que un agente del Esmad le mandaba una patada karateka a una mujer que empujaba una bicicleta. Sentí lástima, pero por el agente: lo que ha aprendido no tiene ningún uso. Solo sirve para mostrarlo, no para utilizarlo: es decir, es como un tatuaje que no trae ningún recuerdo ni está presente en ningún lugar de la memoria pero que pica en la piel.

El asunto policial es muy peliagudo. No pocas veces he visto cómo los policías rompen las reglas que deberían establecer, ni cómo abusan de su poder, ni cómo algunos se pavonean arrogantemente con su uniforme fluorescente por las calles polutas de una Bogotá siempre tensa. He sentido el malestar de verlos. Es físico. Pero todavía no he logrado razonar con él. También he visto policías que comen empanadas a la una de la madrugada, o que acarician perros callejeros, o que se ríen con sus compañeros, o que ayudan y protegen a la población civil.

El asunto policial tiene muchísimas aristas.

Sé que, en alguna medida, mi malestar se debe a propia ceguera y a la incapacidad para hacerme las preguntas adecuadas. Quizás se deba igualmente a que ni en mis días más fantasiosos me he imaginado una vida alterna en la que fuera policía. Es decir, es posible que también tenga que ver con que ni siquiera me he tomado el trabajo de pensármelo. En una medida más extensa, sin embargo, el malestar es cultural, es hereditario, y cualquier experiencia propia que refuerce lo que ya he aprendido solo trae más oxígeno a la llama latente y recalcitrante de mi malestar.

Esta, valga la aclaración, no es ninguna oda a la policía, ni a su cuerpo, ni a lo que representa. De hecho, aquí la policía es un asunto menor. Es una crítica al estudiantado. Un estudiantado que hereda las heridas de sus predecesores, y sus maneras y sus modismos. El linaje de los estudiantes, su imperio, su colonización y sus fronteras.

Tengo la seguridad de que la pelea que ha batallado el estudiantado desde hace décadas sigue vigente y es vital. ¿De qué se trata toda esta divagación entonces? La respuesta es muy simple: me gustaría escuchar otra arenga de ataque. Una humorística, o punzante, que haga evidente cómo las palabras, primer pelotón de infantería, se apropian del espacio, resisten y conquistan.