El último tuit estuvo bien ponzoñoso, ¿no le parece? Cuide su tonito, le responde el otro, que aquí esta vaina se respeta.
Internet, aún cuando se nos presenta como una herramienta de comunicación invaluable y nos permite acceder a una información variada al instante, también le ha echado candela al fuego. En internet, y especialmente en redes sociales, el odio es el rey del reino binario.
¿Por qué cuando salimos de Twitter queremos salir a pelear a la calle también? ¿Por qué tantas personas se ven atacadas diariamente por subir sus fotos, escribir post o compartir información?
Aunque la he visto sobretodo en Twitter, esta sintomatología se expande a las redes en general: nuestra comunicación es sumamente violenta. Nos insultamos constantemente, incitamos a la violencia (incluso física y sexual). Todo esto, además, dirigido a un punto específico: estos ataques son personales y a matar. Injuriamos y ultrajamos. Somos entonces las peores versiones de nosotros mismos.
Aunque no planeo dar una respuesta completa, sí quiero resaltar unos puntos importantes sobre por qué el odio abunda. Podríamos decir, en primer lugar, que es fácil mandarle un insulto a alguien virtualmente porque lo máximo que podríamos recibir sería otro insulto. Y lo anterior está anclado con la aparente anonimidad que brinda internet. No tenemos que dar la cara. Podemos tirar piedras y escondernos.
Además, en una conversación normal, no importa cuán ruidosa sea una persona, eventualmente tendrá que escuchar al que tiene al frente, con quien se comunica, a quien le grita, porque la confrontación sucede en la misma dimensión espacio-temporal. La web, por el contrario, es sólo un lugar en donde los usuarios se comunican con las huellas que dejaron los otros usuarios. Eso crea una especie de vacío temporal que se llena de palabras agresivas. A esto sumémosle que las palabras ya de hecho tienen un carácter más desafiante y perpetuo que otras formas de comunicación, y se malinterpretan mucho más fácilmente que la información que obtenemos a través medios más amigables e indulgentes, como los audiovisuales.
Los monólogos eran cosa del teatro o de la voz en off de las películas. Ahora los monólogos son los discursos por excelencia de Twitter, Facebook, Instagram, blogs, los comentarios de Youtube y un largo etcétera. Es, quizás, por esto por lo que las conversaciones que se tienen en las redes sociales tienen ese sinsabor extraño, en el que uno siente que nadie escuchó a nadie, y que uno fue, a lo sumo, un espectador de una corriente de monólogos ponzoñosos alternados entre sí.
Ahora bien, es mucho más fácil odiar a alguien abstracto, una foto, una imagen, un conjunto der palabras, a un ser bidimensional y binario. En una conversación presencial, digamos, al menos estamos obligados a ver a la persona, a decodificar sus gestos, a hacerla humana. Mínimamente, nos vemos obligados a reconocer que está ahí y a asegurarnos de que nos está escuchando. En internet los usuarios son puras reducciones.
Y este, el odio en las redes sociales, ha sido un tema importante para muchos creadores de contenido, que por supuesto han sido afectados por esta avalancha negra y que ya han puesto la discusión en la mesa. Incluso en los casos en los que hay más admiradores que detractores, la alabanza tiende más al silencio, al secreto y pasa desapercibida; el odio y el ataque personal, por su cuenta, se regeneran mucho antes que desgastarse.
Sería difícil decir cuándo exactamente la web se convirtió en un lugar en que las amenazas y los insultos pululan y se reproducen. Pero suceden, se expresan y se comparten. Se vuelven virales. El discurso del odio se vende como pan caliente.
Telenovelescas y bien picantes, el drama y la pelea en redes sociales son una fuente inagotable de entretenimiento. Incluso, el más estoico entre nosotros tendrá problemas para evitar contagiarse de la furia que todo lo tiñe. La turba. El linchamiento. ¡Y el programa de televisión!
Pero esto nos toca a todos. Esta actitud vitriólica permea ideologías opuestas, enraizadas opiniones libertarias, cruentas ideas conservadoras. Permea idiosincrasias, cualesquiera que estas sean, porque tienen más que ver con la actitud general con la que usamos el internet que con nuestras simpatías y sinsabores.
Pensemos en un político cualquiera, un presidente controversial, por ejemplo. Sus simpatizantes halagarán su injusticia y respaldarán con armas filosas las sugerencias de castigo e instigaciones a la violencia. Sus detractores, por el contrario, le abuchearán, le llamarán retardado mental y asesino serial. Y luego serán los detractores y los simpatizantes los que se atacarán entre ellos como si se conocieran íntimamente y se hubieran odiado ya en otra vida.
El ejemplo situacional anterior trae a colación otro problema que pasa desapercibido porque se tiende a asumir que tal es su naturaleza intrínseca: al menos en la actualidad el discurso político es un discurso violento que no busca convencer con argumentos, sino desacreditar con acusaciones (a veces hasta con amenazas. Es que es grave). Es preocupante que pudiéramos llegar a creer por omisión que es así, que hablar de política es sacar el machete, y que a veces creamos que lo que escribimos es político cuando es llanamente cruel, personal y acusatorio.
Sería sesgado decir que aquello solo sucede en un país tan truculento como Colombia. Pero nada: esto lo compartimos todos, en las calles rotas de la montañosa Bogotá, en la humedad del pacífico y en el calor reverberante del caribe, y más allá de nuestras fronteras: el odio en internet se metió en todos los países y se materializa en todos los idiomas, y nos ha atravesado a todos.
Es ahí, en internet, y especialmente las redes sociales, en esos lugares binarios que nos han permitido comunicarnos más allá de la distancia física y la disparidad que nos separa; es ahora ahí en donde florece el odio. Es que el odio y el drama son parte principal del pan que nos gusta: el azúcar del mojicón. Participamos porque nos impulsan los insultos de otros, participamos y hacemos parte del tumulto, de la turba, y nos relamemos de gusto después de lanzar nuestra ponzoña.
No creamos que la solución es dominar o reprimir nuestras pasiones, opiniones y deseos, sin embargo, que de eso tampoco se trata. Deshumanizarnos creyendo que lo único que en nosotros vive es amor y paz es una actividad sangrienta. La inquietud es diferente. Compartamos nuestra admiración con más frecuencia, al menos. Hay luchas que son inevitables, dolorosas y atroces. Pero lo inevitable solo existe en tanto existe lo evitable. Conocer la diferencia entre ambas es una tarea a la que estábamos obligados.