Querer evitar un spoiler es querer salvaguardar un secreto hueco. La mayoría de los giros de trama que tanto se protegen son si acaso banales. Pero, por sobre todas las cosas, son predecibles: quién se muere, si es un amor no correspondido, si de la enemistad surge la amistad o el amor, quién es el padre… El miedo a tales revelaciones sólo puede encontrar suelo fértil en el corazón de un tibio. Y quien sólo consigue hablar de una película aludiendo a los giros de la trama es un espectador distraído. “No te la quiero dañar”, consigue articular con orgullo, sin embargo.
Quizás antes de Netflix, pero especialmente con su ayuda, consumimos mucho y no digerimos nada. Al parecer, lo único que puede satisfacer nuestra hambre son giros inesperados y pesados, ilógicos incluso; cuentos desabridos y llenos de aire que se apilan en la palma de la mano como palomitas de maíz y que nos causan la misma distensión estomacal que aquellas.
“No te lo quiero arruinar”, espeta altivo el devorador de películas, el cuentero sin palabras. Pero no hace falta mucho para adivinar que las palomitas vienen con sal, que el padre es el villano, que el héroe sobrevive, que la heroína también ama.
Así, la agonía de la revelación ya se cose en la hechura de la película, consomé bajo en nutrientes. Y este problema se amplifica con nuestra incapacidad para contar historias -o nuestra capacidad para contar historias sólo a partir del cordón grueso y doloroso de una trama predecible. La guerra de las galaxias es una película sobre la soledad, la amistad y el parentesco. Y es, como todas las películas, una película sobre la identidad y la esencia. No obstante, el desprolijo se verá obligado a debatir el matiz de los ojos azules del obtuso Luke Skywalker, la dirección del amor de Leia Organa y a reservarse dos giros finales de la trilogía. Hasta ahora, no sabemos resumir historias, ni pensar en las historias, ni contar historias. A duras penas logramos seguir a tientas una trama que se erige ante nosotros como una sombra bajo la que estamos condenados a habitar.
Además de lo anterior, parece contundente que la agonía que causan los tales spoilers sólo puede provenir de una sociedad que lo único que alcanza a leer son los escasos caracteres que le permiten las entradas de las redes sociales. ¿Libros? Se lee cada vez más poco. ¿Y cómo se sabe eso? Entre otras cosas, el impulso de la lectura es el anhelo del spoiler de los entramados más vitales: conocer que hay después del mar antes de siquiera haber salido de nuestra pequeña ciudad; sentir la trémula vejez aún gozando de la fugitiva juventud; llorar el amor antes de que acabe; amar mucho antes de conocer siquiera el nombre de la amada. Es posible que para leer sea imperativo tanto aceptar la infinitud de la existencia y la confusión universal como sentirse abatido e impulsado por la pregunta que supera nuestra experiencia. Leer es anhelar la revelación; leer es pedir el berraco spoiler.
Así las cosas, camaradas, esta vez la revelación expone al verdadero enemigo.