Mensajes en redes sociales de furiosos viajeros me hicieron saber que el 07 de febrero de 2020 un hombre se acababa de lanzar del puente del Aeropuerto El Dorado de Bogotá. Apenas unos días antes esto mismo pasó en la avenida 68, esa misma semana uno de los oncólogos más importantes del país decidió quitarse la vida lanzándose desde una ventana del lugar en que trabajaba.
Finalmente, y a solo horas de diferencia, una mujer se dejó caer de unos cables eléctricos en la ciudad de Medellín.
El portal worldometer, que registra y entrega estadísticas en tiempo real indica que 122.311 personas se han quitado la vida en lo que va del 2020; 86 de estas lo hicieron mientras yo escribía esta columna. En Colombia los datos (como todo lo demás) no son tan actualizados. El Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses presentó a finales del año pasado las cifras que dan cuenta de la ocurrencia de este fenómeno en 2018 indicando que fue el año en el que más personas atentaron contra su vida en la última década, representando así el 10,4 % del total de muertes por causa externa en el país.
En las estadísticas, como en lo presentado por los medios de comunicación, la mayoría de personas que se quitan la vida son hombres, habitan en grandes ciudades y tienen condiciones socioeconómicas nada favorables. Finalmente, es importante mencionar que la Procuraduría General de la Nación expidió a finales del año pasado una circular donde invitaba a los gobiernos locales a ponerle el ojo a la salud mental de los adolescentes ya que el informe de Medicina Legal indica que del 2013 al 2018 el aumento de los suicidios en esta población fue de un 68,82 %.
Si bien en entradas diferentes de este blog he hablado sobre la necesidad imperiosa de democratizar la salud mental y generar políticas públicas para que este tipo de cosas no pasen, considero que entender este tema y saber manejarlo debería ser una responsabilidad que va más allá de los gobernantes. En el caso de los sucesos de este año me llama la atención de manera especial la labor que han cumplido los medios de comunicación.
Ver un suicidio, entender el impacto de este hecho en un entorno similar al propio o una información mal suministrada puede ser un detonante para que una persona con depresión mayor o algún tipo de condición que le haga querer quitarse la vida en efecto lo haga. Aunque esto es algo que se ha alertado desde muchas organizaciones que trabajan por generar entornos protectores, de la mayoría de los casos se difundieron videos y en todos se utilizaron como imágenes de apoyo los lugares en donde sucedieron los hechos.
Con preocupación, encuentro que en las notas periodísticas que registran estas noticias no hay un apartado que invite a conocer las señales de alerta de una condición de salud mental y de un eventual suicidio y en ninguna hablan de las líneas antisuicidio y la gratuidad de estas.
Contar un suicidio es contar la historia de un fin por decreto, de los sueños que ya no van a cumplirse y del vuelo que no se tomó. Contrario a este enfoque, dos de los registros de los últimos días hicieron alusión a los monumentales trancones que se generaron y especularon sobre las razones que llevaron a los hombres al suicidio, denotando carencia en la capacitación sobre el manejo de estos temas, un poco de falta de empatía e invitando al lector a pasar de largo por una vida que se pierde.