Siempre he pensado que la educación es una de las herramientas más poderosas para superar los círculos de pobreza y desigualdad en el mundo; y supongo que esto mismo piensan quienes destinan recursos para que los jóvenes de condiciones vulnerables puedan entrar a la universidad. Año tras año se destinan becas para poblaciones de especial protección: hay fondos de víctimas, etnias, personas que habitan territorios especialmente conflictivos y estudiantes con resultados destacados que viven en los estratos más bajos. 

Adicional a esto, la oferta de educación superior en Colombia ha hecho grandes avances para flexibilizarse y abrir paso a los estudiantes con necesidades especiales en la academia. Hay universidades a distancia, programas nocturnos de muy buena calidad y en cada universidad hay una oficina de éxito estudiantil a dónde van a parar todos aquellos que han sido identificados como un posible desertor.

Sin embargo, informes del Banco Mundial manifiestan que Colombia es el segundo país de América Latina donde más estudiantes abandonan los estudios (el 40 % aproximadamente). La causa de estas deserciones son muchas: los estudiantes salen del colegio terminando la adolescencia y las estructuras sociales les piden que ya sepan lo que van a hacer por el resto de su vida. Muchos de los jóvenes escogen su carrera y universidad basados en criterios que no necesariamente responden a un proceso de toma de decisión responsable y sostenible en el tiempo.

En mis últimos semestres de universidad, trabajé en la implementación de un programa que, entre muchas otras cosas, buscaba dar herramientas a los estudiantes de últimos grados de educación media para que este proceso se hiciera de la forma adecuada. Yo además pensaba que les estaba entregando habilidades para la vida porque trabajaba con un modelo genérico de salud mental que debería aplicar cualquier persona en cualquier situación, siempre lo decía al inicio de mis charlas “tomen esto como un ejemplo coyuntural pero guarden estos pasos para siempre”.

Ahora que me enfrento a la docencia me doy cuenta de lo necesario que es entender a los estudiantes en su globalidad y no en las cifras que representan. Muchos jóvenes están en la universidad, pero sus contextos siguen siendo complejos. La estabilidad financiera de los hogares en Colombia no es la mejor y ellos, que se estrenan en la vida universitaria pero también en la del “rebusque”, pueden priorizar ganar dinero que ir a clases. 

Los estudiantes llegan a la universidad con expectativas que pausamos durante mínimo cuatro años, porque mientras ellos buscan un futuro profesional nosotros más allá del conocimiento no tenemos mucho más que ofrecer. Y eso aunque es esencial, resulta muy abstracto para un adolescente.

Debemos empezar a entender a los jóvenes en su contexto, a generar estrategias para superar el periodo universitario reconciliados con sus expectativas de calidad y financieras. Es nuestro deber ético poner en marcha los planes de acción que sean posibles para que un profesor no tenga que volver a escuchar a un alumno decir “ya no voy a volver a clase”.