El 24 de junio el país se levantó con una noticia estremecedora: nueve soldados del Ejército Nacional de Colombia violaron a una niña de 13 años en Pueblo Rico, Risaralda. La menor, pertenece a la etnia embera chamí y los militares hacen parte del Batallón San Mateo. Desde que se conoció la historia, la respuesta de la sociedad en general ha sido de vehemente rechazo y en general, un llamado a la justicia. Sin embargo, esta conducta ha sido sistemática.
Aunque varios organismos lo han registrado, los informes de Sisma Mujer dan cuenta de la participación de la fuerza pública en los indicadores de violencia sexual contra las mujeres y anualmente evidencian el crecimiento de esta. El boletín 2018-2019 afirma que el 37,95 % de los presuntos responsables de este hecho son agentes del Estado, de este número el 62,16 % corresponde a infracciones cometidas por las fuerzas militares. Si se compara con las cifras del año inmediatamente anterior, los eventos registrados muestran un incremento del 228.57 %.
El crecimiento de estas cifras coincide con una coyuntura sociopolítica en donde el fantasma de la guerra y el mito del honor militar resurgieron con nuevas fuerzas. Normalmente, en situaciones de estas y en donde hay disputas por control territorial, como pudo ser el caso de la comunidad Emberá, la agresión sexual toma un nuevo significado ya que se practica como el eje central de una campaña de colonización y sometimiento de un grupo hacia otro.
Si bien la violencia sexual contra las niñas por parte del Ejército no es nada novedoso, vale la pena preguntarse si el aumento de las cifras tiene que ver con las nuevas campañas institucionales de recobrar el honor y la dignidad del cuerpo militar. La antropóloga Laura Rita Segato, habla de la violación como crimen de guerra y menciona características muy pertinentes para esta discusión: es una demostración de la dimensión represiva del Estado contra lo disidente y lo que rompe con la hegemonía de raza.
Para poder parar con esta barbarie y transformar de fondo a la fuerza pública, es importante dejar de pensar en el mercadeo y salir con campañas como “los héroes en Colombia sí existen” y entender esta problemática con ojos menos puristas. El acceso carnal violento en estos contextos va mucho más allá de una motivación netamente sexual y sus responsables no son “manzanas podridas”. Esto tiene mucho que ver con la humillación que representa para una comunidad no poder defender a sus mujeres. Incluso, algunos autores afirman que este tipo de violencia no es “característico” de la presencia de los militares como algunos creemos, y que la sexualización de la violencia hace parte de las estrategias de combate en las guerras modernas, una concepción mucho más sofisticada que retomar el concepto de la mujer como arma de guerra.
La violación y la guerra tienen algo en común: todos pierden. Ni en la violencia sexual gana el perpetrador (aunque el delito quede impune), ni hay victorias en un conflicto armado, tal vez por eso se están encontrando tan seguido. Sexualizar la guerra es, tal vez, una forma especialmente cruel de perder.