Uno de los elementos que más ha llamado la atención durante la crisis de refugiados que viajan de Centroamérica hasta Estados Unidos ha sido la cantidad de niños y niñas solos. Sin embargo, esto no es algo que pase solamente allí. En Colombia, aunque no hay una medición real de la cantidad de menores no acompañados o separados, sí hay certeza de que las cifras van en aumento.

Se entiende por menor no acompañado o separado a cualquier menor de edad en territorio nacional que no tenga contacto con su familia. En el caso de los migrantes venezolanos se pueden identificar tres situaciones para estos niños y niñas: entraron solos a Colombia, se separaron de su familia por motivos tan personales como diversos o perdieron a su grupo familiar. Este último perfil se ve más frecuentemente en la ruta de caminantes.

Identificar a estos niños no es fácil. En su mayoría, empiezan a ser atendidos porque ellos mismos buscaron asistencia en algún punto de servicio de cooperación internacional. Si bien podrían haber llegado buscando comida o alojamiento temporal, el protocolo demanda que sean atendidos desde un modelo de protección, ya que se consideran personas en alto grado de vulnerabilidad.

Una vez identificado el caso debe ponerse en conocimiento del ICBF, que hasta hace poco estableció un formato de remisión para menores no acompañados y separados. Ya en la institución, los y las niñas son atendidos por un defensor de familia quien es la persona encargada de abrir el proceso del restablecimiento de derechos.

Si bien esta parece una solución lógica, en la práctica no funciona: articular con las unidades móviles del ICBF es difícil en los territorios y el personal disponible es insuficiente, por lo que las entidades que remiten los casos quedan atendiendo al menor en una especie de encargo provisional e indefinido. Incluso, en muchas oportunidades, una de las rutas válidas consiste en regresarlo a la organización que lo remitió. Como la reunificación familiar es uno de los principios humanitarios por excelencia, organizaciones como la Cruz Roja se encargan junto con los menores de ubicar a algún familiar en territorio nacional, promover un reencuentro y adelantar procesos de fortalecimiento familiar y convivencia.

Si bien esto parece una ruta simple a un problema complejo, la reunificación familiar no es el paso final, es apenas el comienzo. Una vez con su familia (si les encuentran) los menores pueden acceder a los derechos universales como salud y educación, pero no pueden obtener el título de bachiller ni acceder a servicios médicos que no sean de emergencia. Esto último resulta crucial teniendo en cuenta que expertos como Gabriel Lerner han alertado sobre las consecuencias que tiene la migración en la salud de los niños, empeorado por la precariedad económica, que suele ser la realidad en la mayoría de estos casos.

Otro de los retos importantes tiene que ver con la integración en la comunidad de acogida y el proceso de desarraigo cuando todavía hay miembros de la familia en Venezuela. Una encuesta de calidad de vida realizada por Proyecto Migración Venezuela encontró que 81.6 % de los migrantes tiene familiares que quiere traer a Colombia y 56,6 % no sabe cuándo va a poder hacerlo. Esto implica que muchos menores pueden estar siendo custodiados por miembros de su familia extensa como tíos y tías y, los que están con sus padres, pueden estar esperando a mínimo un hermano.

Muchos de estos niños vienen a Colombia huyendo de realidades complejas. Sobre los motivos que tienen para migrar, Valeria Luiselli identificó en Los niños perdidos que “no es el sueño de lo que vendrá, sino darle fin a una pesadilla”. Es por esto que hay una deuda pendiente con los y las niñas migrantes, es mandatorio trabajar por políticas que den respuesta a sus necesidades específicas y que a nivel comunitario se empiece a entender que la integración no es tolerancia a lo diferente, es reciprocidad.