Fue en los cuarenta, en Italia, donde dicen existía un toro indomable. Era uno diferente; de hecho cuentan que nunca existió uno igual. Escasearon los valientes que parados frente a frente lograron mantener sus piernas sin flaquear. Respetado por muchos y temido por el montón; fue miedo para adversarios y deleite para los que esperaban la cornada.
Una tarde nublada apareció, y cuando andaba en lo más alto, el pobre toro estrelló y murió. Acababa así la década de Il Grande Torino.
En épocas de guerra cuando la hostilidad ensuciaba a Europa, el Torino Football Club se dedicaba a embellecer los campos de fútbol con un hermosísimo juego. Toques de primera: tuya y mía, toca y vas, cortita y al pie. Lo hacían a placer los paladines de la ciudad de Turín. Mazzola, Gabetto, Loik, Menti y Ballarin, eran algunos de los que daban vida la indómita bestia.
El Torino empezó a hacer maravillas, y los hinchas frotaban sus ojos para asegurar que el lujo era real. Con el tiempo, llegaron a conquistar los campeonatos del 43, 46, 47 y 48. Italia era de ellos y ellos eran Italia. Diez de sus once titulares conformaban la selección de aquel país, que era favorita para el mundial de Brasil en 1950.
Para el campeonato del 49, Il Grande Torino seguía intratable. Puntero y a escasas fechas de consumarse el campeonato, estaba cerca de conseguir su quinto título durante aquella década.
Antes de eso, un capricho nació debido a la amistad que existía entre Valentino Mazolla y el capitán del Benfica, Xico Ferreira, quien se estaba despidiendo del fútbol profesional. El Torino, por pedido de Mazzola decidió trasladarse a Lisboa para jugar un partido amistoso contra el equipo luso.
El equipo vestido de granate llegó a Lisboa y el partido honorífico se celebró. Sin embargo, el viaje de despedida no se había realizado todavía. Fue el vuelo de regreso a Turín el que marcó un adiós. El Toro iba de vuelta a su ciudad en la aeronave Fiat I-ELCE, y cuando estaban prontos a llegar, las nubes que tocaban el suelo daban señal del tiempo infame. La lluvia se hacia espesa y con la confabulación del viento dando coletazos en el aire, la visibilidad se hacía insuficiente.
Ese miércoles 4 de mayo, a las cinco de la tarde al sureste de Turín, el avión envuelto en nubes grises dio de frente ante la Basílica de Superga. La colisión hizo pedazos el aeroplano que derribó el muro trasero de la construcción, y en cuestión de horas se registró la tragedia en Italia. Dieciocho jugadores, cinco directivos del equipo, tres periodistas y cinco hombres de la tripulación. Ninguno de ellos escapó de la muerte.
La ciudad vestida de luto marchó en honor a sus héroes. En todo el país se sintió la réplica y condecoraron al equipo campeón de aquella edición –a falta de cuatro juegos-. Solo por protocolo obligaron a jugarse los partidos, pero los rivales que enfrentaron al pobre Toro, debieron enlistar a sus juveniles. Para hacerlo “más parejo”.
La tristeza y el miedo calaron en lo más alto de los hombres italianos, que para la Copa Mundo de 1950 -con un equipo de emergencia-, no se atrevieron a subir a un avión para llegar a Brasil. Así que prefirieron aguantar dos semanas y media en un buque para atravesar el Atlántico hasta llegar a San Pablo.
Como resultado de un país diezmado y atemorizado por la infortuna, Italia quedó eliminada en primera ronda de aquel mundial, mostrándose débil y asustado.
Mientras tanto, el Torino, después de haberse encontrado con la muerte en lo más alto de su historia, nunca volvió a ser el mismo. El tiempo y las generaciones que llegaron y se fueron, dieron fe de que a pesar del intento por resurgir a esa bestia salvaje, el plan resultó siempre en vano. Hoy el mundo conoce entonces a un toro indefenso, tímido, modesto y fastidiado por la vida.
Hoy el mundo recuerda: al Toro de nunca jamás.
Diego Hernández Losada.