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“Dejar la vida en la cancha”.

No era un grito motivador, mucho menos un discurso inspirado. En esta ocasión, la frase no evocaba la popular metáfora de aliento que se usaba periódicamente con arrebato al principio de un partido de fútbol. Tajante y sencilla, la consigna de la tarde:

-Si nos ganan, mueren- amenazó, o mas bien avisó un oficial nazi a los ucranianos antes de darse vuelta y soltar un portazo.

Se jugaba un partido programado por la misma Alemania nazi en épocas de guerra. Era verano todavía de 1942 en Kiev, Ucrania, donde tropas del Tercer Reich invadieron y se asentaron con tranquilidad. El fútbol se había suspendido, y los desplazados eran los futbolistas, que ahora muertos de hambre, se ganaban la vida amasando pan y levantando ladrillos en las obras de la ciudad. Sin embargo, a hurtadillas de las tropas invasoras, exfutbolistas del Dinamo y el Lokomotiv, ambos equipos de Kiev, se reunían después de las jornadas para jugar a la pelota y recordar sus maravillosas tardes de gloria. Y sin importar las precarias condiciones: casi descalzos y en los huesos, los ucranianos demostraban que algo de fútbol les sobraba.

Los alemanes se enteraron, y atraídos, invitaron a los exfutbolistas a jugar un partido de exhibición. Se organizó entonces un primer juego entre un equipo alemán integrado por pilotos y soldados de la defensa antiaérea conocido como Flakelf, y el equipo de los pobres panaderos ucranianos llamado F.C. Start.

Un demoledor 5-1 abofeteó la dignidad de los alemanes que de inmediato pidieron la revancha. La imagen del gobierno tirano no podía verse opacada ni disminuida por una derrota ante sus sometidos. ¿Qué clase de poder se podría imponer si unos pocos desnutridos eran capaces de ridiculizarlos?

Se programó entonces un segundo encuentro. Miles de personas abarrotaron el Zenit Stadium y ya en la antesala del partido, los ucranianos anticiparon irreverencia y osadía al ni siquiera responder un saludo al palco nazi con el gesto de la mano derecha extendida. El partido dio inicio con un oficial alemán haciendo de árbitro. Voladoras más arriba de la cadera, de frente, por la espalda y una que fue directo a la cabeza de un ucraniano. Toda clase de patadas contra el Start, sin dejar escapar los agarrones y escupitajos que parecían invisibles para el juez alemán.

partido de la muerte cartel

Como era de esperarse -no sólo por el guión de una historia obvia- sino porque lo alemanes así lo planearon: el 1-0 apareció temprano a favor del equipo nazi. La tranquilidad y el orgullo regresaban al alma de los germanos.

Los de Ucrania, por su parte, siguieron intentándolo. Escapándose del libreto y siendo descorteses en la fiesta nazi, empataron el partido. Y antes de terminar el primer tiempo, -y antojados de dignidad- pasaron a ganarlo 3-1.

Fue al descanso que llegó la advertencia de vida o muerte. Los exfutbolistas sabían qué debían hacer para terminar el partido con vida. Entonces se ataron fuerte los botines, y sin dirigirse instrucciones, salieron a batir una guerra en su propio campo.

Por la decencia, por el decoro y por el ser hombres en una batalla. El orgullo, las mujeres, los niños que tienen o vendrán. Su suelo, la tierra, por la Ucrania que ese día no era. El pundonor, la dignidad, el ser valiente alguna vez. Por eso, los panaderos y obreros de la ciudad se atrevieron a derrotar a los soldados nazis, que armados de fuego hasta la médula, no les quedó más que hacer valer la valentía de los ucranianos, jalando el gatillo.

Según la corriente soviética, al terminar el partido, los jugadores vencedores fueron llevados a uno de los paredones del estadio. Y vestidos todavía con los cortos: fueron fusilados uno a uno.

 

 

@diegoh94

Diego Hernández Losada.

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Licenciado en comunicación y periodismo. Vivir historias para contarlas.

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