Un mismo cielo testigo de dos verdades. El barrio de Nuñez era escena de crimen y de gloria. Era silencio y grito; cadena y voluntad; era realidad para encerrados y ceguera para desentendidos.
Argentina ganó en 1978 la Copa Mundial de Fútbol en plena dictadura militar. El General Rafael Videla -presidente de facto en aquel entonces- había dispuesto un campo de concentración para aislar, o mas bien, para corregir a la oposición. Fue la Escuela Mecánica de la Armada, conocida mejor como la ESMA, el centro de detención, tortura y exterminio. Ubicado a pocas calles de la cancha de River Plate, el Estadio Monumental. Escenario donde el pueblo coreó campeón, y olvidó -en el lapso de un suspiro de júbilo- la desaparición de un puñado de nietos, hijos y hermanos argentinos.
Encerrados y encapuchados. Con grilletes en las piernas y sogas alrededor del cuerpo que los ataban a los camastros, eran sometidos -hombres y mujeres- al suplicio físico y moral. Con el torso desnudo y humedecido, recibían descargas eléctricas tan violentas como el mismo revolear de sus cabezas al intentar hacer volar las capuchas para lograr ver cuándo y en que parte del cuerpo se iba a descargar el siguiente chispazo. Eran sesiones interrogativas alimentadas de martirio que iniciaba mañana tras mañana con la caída del primer rayo de sol sobre los salones de reclusión.
Jorge Acosta, conocido como El Tigre, fue el jefe de Inteligencia y jefe del grupo de tareas de la ESMA. Era algo como el ángel de la muerte. En los centros clandestinos de detención, sus dedos índices indicaban y separaban entre la vida y la muerte de los apresados. Con collares y crucifijos colgándole del cuello, insolente o convencido, aseguraba que todos los días hablaba con Jesusito, y éste, le premiaba por mandarle gente al cielo. En otras ocaciones, Jesusito le decía que: «Fulanito tenía que vivir». Así el secuestrado se aseguraba -por lo menos- una mañana más en el centro de represión.
Estaban también las inyecciones de «Pentonaval» como bien lo hacía conocer El Tigre, junto a los famosos «traslados», igualmente orquestados por él. En un tiempo periódico, un hombre llegaba a la ESMA con una lista formada por varios nombres. Eran los elegidos para ir a visitar la «Granja de Recuperación». Pero antes de salir, a los reclusos les inyectaban Pentotal con la excusa de inmunizarlos ante las epidemias que se propagaban por el país. La droga los dormía y eran llevados a las avionetas militarles para un último vuelo. Ya en el aire, eran despojados de sus ropas y luego arrojados vivos al océano para ser devorados por tiburones.
De los muros hacia afuera, los encerrados escuchaban gritos, el claxon de los carros, la sirena de los bomberos y la pólvora estallando. No era guerra, no era caos. De los muros hacía afuera era gozo, era fiesta. Era el festival organizado de un gobierno para un pueblo, que con anteojeras por un rato, no era capaz de reconocer lo que pasaba a izquierda o a derecha.
Nobles, desprendidos y ante todo resignados, los aislados querían sentirse integrados del mismo circo que los había arrinconado. Las heridas no se desvanecían ni mucho menos se olvidaban. Las mujeres violadas y azotadas no dejaban de ser atormentadas por las cicatrices morales, ni los hombres recuperaban la dignidad después de ser reducidos y humillados. Sin embargo, algo de dolor se podía medicar oyendo en la radio a un relator extasiado gritando los goles de Kempes, Luque, Bertoni y del capitán, Daniel Passarella. Goles argentinos. Goles de ellos: de Menotti y de Videla. Del de la taquilla en el estadio y del que vende choris a la entrada. Gol de los torturados que entretenía a los opresores.
Gol del único instante de dictadura donde no había dolor.
Graciela Daleo, una de las desaparecidas retenidas en la ESMA, fue elegida por El Tigre para salir a dar un paseo por las calles de la ciudad. Daleo, asomando la cabeza por el techo corredizo del auto que la transportaba, se encontró con un mar de gente rebosante de alegría. Olas de banderas argentinas que se colaban en sus narices, papelitos, espuma y vítores que le enseñaban su peor tortura: la soledad entre el gentío. Aquella tarde, Graciela Daleo, entre la algarabía del montón, tal vez pensó en gritar desesperada. Tal vez quiso callar los cánticos de victoria e imponer su queja de desaparecida. Tal vez, pero no lo hizo. Prefirió callar. Con seguridad -debió pensar- la vida ahí afuera seguía andando.
Aquella tarde, Argentina había ganado uno de sus partidos por la Copa del Mundo. Esa misma tarde, Graciela había sido torturada por primera vez fuera de la ESMA.
Diego Hernández Losada.
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