«Me imagino que llevas dos semanas pensando qué escribirme, cómo cobrarme esa apuesta con esa pluma fina y punzante. Lamento que la ocasión no me permita ser testigo y protagonista, ser inspiración de una gran frase, seguro una genialidad; pero tengo que admitir que me consuela sobremanera haber vivido las semanas que viví, tal y como fueron…».

«Me sentí muerto y por tanto, más vivo que nunca. Un día de no olvidar. Triste porque la ocasión no me permitió esa gran celebración que seguro me harías atestiguar, sin mala leche, por supuesto. Hubieras sido, además, justo vencedor. Pero realmente siento que este triunfo logra compensar esas ganas y desazón que me deja el no conocer esas palabras que ya nunca podré conocer. Casi pierdo. Casi ganas. Así no es la vida, así es el fútbol.»

Este mensaje cayó a mi WhatsApp a las 3:06 hora argentina. La madrugada después de que la Selección de Fútbol de éste país ganara 2-1 en un sufrido encuentro contra Nigeria que lo clasificó a octavos de final de la Copa del Mundo. Y sí, no es más que un llamado a la cordura, un reclamo ante lo absurdo y lo ingenuo: la cobranza de una apuesta.

Me había atrevido, dos meses antes de dar inicio a la Copa del Mundo, a apostar contra un amigo. Mi vaticinio: Argentina no lograba avanzar de la fase de grupos. Una idea que, una vez inaugurado el magno evento futbolero, fue alimentada a cucharadas dulces desde aquel 1-1 argentino frente a la debutante Islandia.

Una semana después, la caída albiceleste frente a Croacia me sabía a manjar. Y al final, el reto frente a a la siempre difícil Nigeria me hacía relamer los labios por el gusto de vencer. No Argentina; a mi amigo. Al orgullo, a esa sensación ridícula que nos eleva, al gritar en silencio: » yo tenía razón».

Pero, ¡maldito minuto 86! Argentina estaba, una vez más, en octavos de final de una Copa del Mundo.

Cuando leí el mensaje de mi amigo, reí. Y con esa misma reacción, representada en un texto repleto de jajás, pensé devolverle una respuesta. Sin embargo, creí que merecía más que eso. Él, y en extensión, todo argentino que nunca dudó. A continuación, mi respuesta:

No puedo negar que hasta el ochenta y pico no estuve solamente cruzado de piernas. Dios sabe que mi pecho se contorsionaba cada vez que su colega la dominaba acá en la tierra. El palo, el de la cara cortada, el “cueste lo que cueste” de la gente y el relator tímido de promesas, pero arriesgado y persuasivo con su “hoy sí Argentina”; todos me hacían estremecer en un cuerpo contraído a una especie de feto.

Tú me dices que sufriste. Y sí, tal vez. Pero para ti fue desconfiar de una obviedad, como cuando avanzas en las páginas y todavía no han asesinado a Santiago Nassar en Crónica de una Muerte Anunciada. Dudas si lo matan, cuando sabes bien que el final de la novela la cuenta su portada.

Te costó. Pero llegaste adonde esperabas llegar. Adonde querías llegar.

¿Para mí? Para mí fue como aquella vieja tortura china: encerrado en cuatro paredes, atado y con una gotera sobre mi cabeza, me fui volviendo loco. Cada balón cruzado, cada diagonal marcada era mi gota china. Burlón por subestimar una gota de agua fría, pero al final, arrepentido al reconocer la inminente desesperación de un arma tan poderosa que me hacía replantear: ¿en qué pensaba?

Y así es Argentina. Hay que verlos con una estaca en el pecho y en un cajón cincuenta metros bajo tierra para asegurarle al vecino que están muertos. ¿Antes? Antes no. Antes es una irresponsabilidad, una imprudencia, una ligereza.

Hoy me excuso y felicito. Y, además, como aquel relator elocuente y persuasivo, me trago el cuento de que: ¡hoy sí, Argentina!

Ahora, la pregunta es, ¿lo prefieres en pesos colombianos o argentinos?

 

 

Diego Hernández Losada.

Twitter: @diegoh94

 

Foto, créditos: AFP, AP, Getty y Reuters