El primer paso que dio este cordobés en su camino a la Casa de Nariño fue construir un barrio en Zipaquirá, el Bolívar 83, donde pasó un tiempo en la clandestinidad. Como sucede hoy con la figura del candidato, el panorama actual del barrio es un contraste de emociones y miradas: desde la admiración por su gestión, en la que trabajó con Carlos Pizarro y Antonio Navarro Wolf, hasta la indiferencia, dado el abandono en que cayó el sector, hoy azotado por la delincuencia y el microtráfico de drogas.
Voy en una camioneta blanca cuatro por cuatro que nos facilitó la alcaldía para subir hasta Bolívar 83, un barrio de Zipaquirá compuesto por cinco carreras y cuatro calles, quinientas casas de distintos materiales de uno, dos o tres pisos que ayudó a levantar Gustavo Petro a sus veintidós años de edad, la mejor época de su vida, como ha dicho en varias entrevistas . Cuando llegamos al barrio, nos encontramos el armatoste de una “zorra” tirado a la orilla de la carretera, el esqueleto oxidado y raído nos indica que estamos lejos del sueño revolucionario de un barrio próspero y pacífico que idealizaban un grupo de desobedientes.
—Es el barrio más peligroso de Zipaquirá, las cámaras que instaló la alcaldía para controlar la seguridad del sector se las robaron hace unos días y los policías no se atreven a subir para reemplazarlas.
El que me cuenta esto es Diego Ordoñez Venegas, un hombre de treinta años que hace parte del equipo de seguridad y comunicaciones de la Alcaldía del municipio. Últimamente ha terminado por aceptar la realidad: las drogas al menudeo son un problema grave en este municipio vecino de la capital. Un reportaje de El Espectador indica que desde 2008 los zares del narcotráfico se están extendiendo por la sabana de Bogotá , zonas con un mercado de drogas menor que la capital. La Policía capturó en 2013 a 262 adolescentes que estaban vendiendo alucinógenos en la región.
Después de la caída de DMG grupo Holding S.A (la captadora ilegal de dinero que pertenecía a David Murcia Guzmán) la economía del municipio quedó menguada y se convirtió en un blanco fácil para los vendedores de marihuana, bazuco y popper. En todo caso, advierte Daniel, la pobreza se disemina sin control en Zipaquirá, agravada por la llegada de cientos de venezolanos.
—Zipaquirá no tiene industria, no genera empleo, ni inversión —me dice Diego mientras ascendemos por la segunda cuadra del Bolívar 83—. Algunas personas trabajan en cultivos de flores o en Tocancipá o en las minas de sal.
La camioneta se detiene al frente de una casa de paredes de madera, de ella aparece Eliseo, un tipo cuarentón que anda en muletas desde hace diez años por un tiro que le dispararon en una riña familiar. Le pregunto si hay gente que apoye por acá a Petro. Elíseo me mira raro, extrañado. Se le ocurre responderme que hace unos días estuvo alguien de la campaña petrista buscando a los viejos del barrio, pero ni él ni sus amigos le hicieron caso. Los viejos sí, algunos.
Caminando unos segundos sin avistar alguna cara amigable vi una casa con una huerta de macetas y flores junto a un pequeño botadero de basura, como los tantos que hay en el barrio. Adentro, una mujer maciza y de sombrero violeta, de cabellera blanca corta y cara redonda y agradable estaba sentada ante la estufa revisando un libro.
Llamé a la puerta y, cuando le dije que estaba buscando a alguno de los fundadores del barrio, me respondió:
—¡Oh, vaya! —exclamó ella sonriendo—. Yo puedo ayudarle. Soy una de las personas que fundó este vecindario. Pero pase, por favor.
Al franquear la puerta y entrar en la acogedora casa, encontré en un primer vistazo fotografías de doña Myriam (pues así se llamaba, como me enteré más tarde) junto con un Petro joven y de un cabello un poco largo.
Myriam llegó a Zipaquirá en septiembre de 1982, cuando un grupo de jóvenes anunció que iba a ocupar unas tierras abandonadas y productivas para las personas extenuadas de pagar arriendo o vivir sin nada. Los terrenos pertenecían a la iglesia de Zipaquirá, que había heredado los títulos desde mediados del siglo XIX por un acuerdo entre la diócesis del municipio y un grupo de latifundistas de la región. Gustavo Petro formaba parte de aquel grupo de jóvenes rebeldes junto con Carlos Pizarro (un combatiente carismático, lleno de luces y sombras, hijo de un coronel de la Armada Nacional y que estudió con los Jesuitas hasta que sus inconformidades se convirtieron en convicciones marxistas), Antonio Navarro Wolf (un estudiante de ingeniería civil que luego ganaría la beca Rockefeller para especializarse en Londres), Ever Bustamante (futuro alcalde del municipio, hoy travestido de senador del Centro Democrático), Germán Ávila (amigo entrañable de Petro desde la secundaria, cuando leían a Marx, Lenin y Engels. “Autores prohibidos” como se les decía entonces), entre otros más. Un grupo de muchachos embullados con la aventura de la rebelión que se sintió llamado a pasar a la acción y acabó enfrentándose a un destino inexorable que le esperó paciente.
En 1982, Petro era uno de los redactores de Carta al Pueblo, una publicación que hacía con algunos sindicalistas y estudiantes en la casa de un compañero, y que circulaba en el municipio y otros pueblos cercanos. Su labor consistía en escuchar los problemas de los trabajadores y habitantes zipaquereños para denunciarlos en la edición impresa del periódico que tenía un tiraje de dos mil ejemplares. En cierta ocasión, Petro se apareció en la oficina del periódico anunciando un nuevo lema editorial: “Palabra y acción”, y pronto encontró la manera de llevar a la práctica su consigna. El equipo de Carta al pueblo se tomó el matadero municipal para exigir que fuera trasladado a las afueras de Zipaquirá por razones de seguridad. La toma fue exitosa y animó a los jóvenes a plantearse retos más ambiciosos. Un mes después, un grupo de treinta militantes del M-19 comenzó a reunirse en la casa de Diomedes Romero, un sindicalista que vivía en la misma colina donde estaba el lote El Cedro, para planear el segundo golpe.
—Yo escuché que se iban a entregar lotes de seis metros por doce— dijo Myriam, sin sorpresa —Lo único que pedían era los materiales para cercar el terreno de cada uno—.
No fue una labor fácil. La primera empresa comarcal fue la búsqueda de agua potable para abastecer las necesidades de las cuatrocientas personas asentadas allí. Myriam se ocupaba de la siembra y la crianza de niños y animales, colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Su laboriosidad solo se comparaba con su terquedad: cuando llovía a cántaros, ella y su hijo aprovechaban para recoger el agua lluvia en pocillos que servían para preparar el café negro de la mañana siguiente.
A pesar de sus 62 años, Miryam mantiene la diligencia juvenil que hizo de su casa una de las mejores del barrio. Entre sus pertenencias, Myriam tiene un diario personal en el que ha registrado los años más duros del Bolívar 83, así como los momentos de efervescencia rebelde de un barrio que sirvió de plataforma política para Gustavo Petro, que fue personero de Zipaquirá a los veinte años y luego concejal independiente a los veinticuatro. Con orgullo, Myriam me enseña su carné de propietaria del lote número 359 que el propio Petro le entregó en junio de 1983.
Desde ese momento, ella decidió registrar cada uno de los momentos que estaba viviendo en Zipaquirá. Una cápsula del tiempo con la historia del barrio Bolívar 83 escrita por ella hasta en los detalles más triviales, con la puntualidad de un notario. Los ha registrado con caligrafía cursiva en tinta azul y negra. Cuentan, entre otros momentos, las jornadas formativas en las que un joven Petro les explicaba sus derechos a los fundadores del barrio y la manera de luchar por ellos.
La tarde del 20 de abril de 1984, cuando Petro anunció su militancia en el M-19 en una de las manifestaciones más grandes en la historia del municipio, desde aquel día comenzó la vida clandestina: dormía cada noche en una cama diferente, cargaba solo un morral y unos libros, se hizo más flaco y taciturno; el día en el que fue capturado por el Ejército, el 24 de octubre de 1985, Miryam se abrió paso a empellones entre las gentes, y entonces lo vio. Parecía un mendigo. Tenía un vestido amarillo desgarrado, llevaba puesta una cachucha blanca sucia, y caminaba descalzo.
Miryam cierra el cuaderno un momento. No dijo más. Luego de unos segundos el silencio empezó a ser incómodo, de afuera llegan ruidos de tipos chiflando a perros que los corretean, de buses que parecen desbocarse por las calles empinadas del barrio. Entonces le pregunto a Myriam cuál es la imagen de Petro que ha quedado en su memoria, la imagen que ella recuerda del joven militante y cómo la recuerda para contarla en su diario. No tuvo que buscar en el cajón de su memoria para describir de un plumazo al Petro que ella conoció:
—Era un muchacho de arranque y rebelde.
Gustavo Petro tenía catorce años cuando llegó a Zipaquirá. Viajó desde Ciénaga de Oro, Córdoba, con sus padres y hermanos hacia el centro del país en busca de un mejor porvenir. Estudió bachillerato en el Colegio Nacional de La Salle, el mismo en el que estuvo García Márquez. Leyó con devoción Cien Años de Soledad y estudió economía en la Universidad Externado, donde lo contactó un maestro de escuela para que se uniera al M-19. A los dieciocho años de edad, resolvió que su seudónimo en la guerrilla sería “Aureliano”, inspirado en el personaje central de la novela de García Márquez. Lo único que quedó de todo esto es el mal recuerdo de algunos.
Petro ha dicho en varias entrevistas que los curas de la orden lasallista en Zipaquirá eran franquistas y hablaban pestes del comunismo. Las cosas no han cambiado mucho. Cuando estuvimos en el colegio conversamos con el padre Miguel Ángel Serna en un corredor del instituto y señaló que la incitación con ideas marxistas y comunistas en una comunidad de muchachos es inmoral. En los años setenta, con el auge de la Teología de la Liberación y los movimientos guerrilleros en el país, Gustavo Petro y otros compañeros protestaron contra la iglesia, contra las clases, contra Dios. “Por eso no me gusta que el nombre de Petro se relaciones con nuestro colegio”, dice Serna.
Esquelético y seco, sin ningún rasgo de guerrillero recio, un Petro de poco más de 20 años era activo en las reuniones comunales en Zipaquirá hasta convertirse en hombre de confianza de Carlos Pizarro y personaje clave para la desmovilización del grupo armado en 1990. Un reportaje de El Espectador señala que Petro fue responsable del rajo del Cantón Norte en Bogotá, en 1978.
Durante los años de universidad, Petro vivía en la casa de sus padres junto con sus hermanos Adriana y Juan Fernando. Su familia ni siquiera sospechaba su militancia en el Eme. Su padre lo recuerda como un muchacho reservado y callado, que salía temprano de su casa hacia la universidad. La rutina de un estudiante aplicado y de carácter solitario no permitía sospechar su vinculación con el grupo armado que rompió los esquemas de la izquierda colombiana.
El M-19 desacomodó al régimen y la izquierda ortodoxa por la novedad de sus tácticas. El grupo armado se definió como una organización político militar nacionalista que luchaba por la democracia a su modo. Su aparición pública fue un golpe publicitario: el robo de la espada de Bolívar (1975) atrajo a muchas personas. Todos buscaban conocer más sobre el grupo de treinta militantes: los simpatizantes de izquierda para unirse a la guerrilla, y el Ejército para meterlos en la cárcel. El segundo golpe mediático fue la toma de la embajada de República Dominicana en Bogotá. Sucedió entre febrero y abril de 1980, cuando treinta embajadores permanecieron como rehenes. La toma tenía como objetivo lograr la liberación de más de trescientos militantes, detenidos casi todos después del robo de las armas del Cantón Norte. Carmenza Gómez, una mujer menuda que aparecía con capucha y que el país conoció como «La Chiqui», representó al movimiento en la negociación. Fue la primera (¿O la única?) ocasión en la historia de las guerrillas colombianas que una mujer asumió su vocería.
Darío Villamizar, historiador del M-19, cuenta que el grupo cambió la ideología por el “carreto” y el concepto de lucha de clases por la categoría de “sancocho nacional”. Jaime Bateman Cayón, el mítico líder samario, creía más en la pasión que en la ideología e hizo de la acción su modo de decir. El grupo rebelde produjo más material periodístico que todas las guerrillas colombianas en su historia: un libro escrito por Ángel Beccassino en formato de entrevista extensa es una declaración de principios: M-19, el heavy metal latinoamericano.
En medio de esa rutina de estudiante, y que mantenía despistado a su padre, Gustavo Petro se juntó con Pizarro, Navarro Wolf, Bustamante y un grupo de líderes sindicales para armarse con picas, palas y almádenas para construir las casas del Bolívar 83: abrieron carreteras, levantaron las paredes con láminas de madera, cubrieron el piso de tierra de los ranchos de las cuatrocientas familias que ocuparon el lote El Cerro. Petro, para asegurar la defensa del barrio, ordenó en equipos de quince personas a los habitantes para cuidar el terreno ganado. Cada ocho días, cuando se sincronizaba los turnos de vigilancia hacían fiestas en las que las mujeres se turnaban para bailar con Petro (a quien le decían con cariño “Gustavito” o “El flaco”) vallenatos y porros, la música que hoy, a sus 60 años de edad, continúa siendo su favorita. Después de cuatro meses de mantener la guardia, la seguridad se hizo constante, entonces los habitantes del barrio decidieron izar todos los días, a las siete de la mañana, la bandera del M-19. El entusiasmo rebelde se mantuvo firme en el barrio hasta hacer parte de los comportamientos cotidianos. Sin embargo, en octubre de 1985, el Ejército apareció con sus tanques y camiones, revolcaron en las casas de madera, revisaron los túneles del alcantarillado y las colinas del barrio en busca de los militantes del M-19. Dos días después, acorralados por los militares, unos niños terminaron señalando el hueco en el que Petro estaba escondido junto con Jaime Gómez. El propio Petro cuenta que se puso pálido, intentó dar un paso y apretó las mandíbulas para no dejar escapar algún ruido. En ese momento, un soldado lo agarró por la peluca de mujer que llevaba puesta y lo levantó a la altura de sus ojos. Le dio un culatazo que lo tiró al suelo, y lo sacó a empellones de la casa.
Hoy, más de treinta años después de aquella tarde funesta, Pedro Pablo Aguilar, otros de los fundadores que sobrevive en su casa rodeado de hijas y nietos en la cuadra más llevable del Bolívar 83, a dos casas de Myriam, reconoce el trabajo de Petro en los primeros años del barrio, pero le reprocha que los haya olvidado. Cuando le pregunto si votaría por él en las elecciones presidenciales, responde sentado en un banco de concreto en el patio de su casa: “No pienso colaborarle porque él no nos ha colaborado”, dijo. “Y para rematar, su compañero de luchas, Ever Bustamante, cuando fue alcalde, nos quitó el único parque que teníamos”.
—¿Usted votará por Petro?
—Claro que sí —me dijo Myriam Chitiva después de recoger el diario en el que ha anotado los detalles cotidianos y trascendentales de sus últimos treinta y cinco años de vida; tiene puro porte de presidente.
El joven activista cordobés, con su peluquín de mujer a punto de caer de su cabeza y su admirable facilidad de palabra, asumió toda la responsabilidad en la construcción del barrio Bolívar 83. Pero su detención fue un triunfo. Cumplió año y medio de cárcel, hasta que quedó en libertad durante el gobierno de Virgilio Barco. Sin embargo, muchos partidarios del barrio y muchos enemigos políticos han creído que aquella derrota fue el primer paso de la campaña electoral que hoy lo tiene ante las puertas de la Presidencia de la República, treinta y tantos años después de la madrugada en que se unió con otros muchachos para levantar junto con la comunidad el barrio Bolívar 83.
Twitter @Sal_Fercho
Una versión distinta apareció en la revista Cartel Urbano en mayo de 2018.
Las fotografías son de Daniel Sierra