Hace 92 años, apareció un artículo firmado por Benito Mussolini en este diario, que inicia con la frase: “En Italia hemos abolido los reinados de belleza”. ¿Cómo saber si fue el verdadero Mussolini quien escribió la crónica? ¿Vale la pena demostrar que el autor no fue el dictador italiano? ¿Cuántos homónimos del Duce vivían en Colombia y se dedicaban a redactar textos para la prensa? Esta es la historia.
La noche en que encontré la nota, le estaba siguiendo la pista a un grupo de francesas que llegaron a Colombia hace noventa años para dedicarse a la prostitución. Pero este artículo, objeté con pedantería, debió ser portada. Contemplé el periódico como esos amanuenses de la antigüedad y decidí revisarlo de nuevo. Un par de cuartillas tituladas ‘La mujer moderna’ que inicia con la frase: “En Italia hemos abolido los reinados de belleza”, cautivador. Cinco líneas más abajo, se habla de las delicadas curvas de las italianas. Tres párrafos más abajo, sorpresa, se habla del porvenir de la raza. Diez párrafos más abajo, el autor asegura que los vestidos de baño son una blasfemia contra la verdadera belleza.
Según el periódico, Benito Mussolini firmó el texto, al tiempo que conducía a Italia con un puño de hierro. Para ser más precisos, digamos que escribió este texto para enaltecer a la mujer como símbolo de virtud, retórica fascista, a los cuarenta y cinco años de edad. La mujer, en sus propias palabras, se realza con la modestia femenina, femenina. La repetición no es mía sino de Mussolini. Así lo escribió él, la verdadera belleza está en las mujeres vestidas de blanco, en las tradiciones.
La vida política de Mussolini era mucho más que eso. Más que vida, me refiero. Y de no haber sido tan inestable y arriesgada, me atrevería a decir que era justo de lo contrario, de una apuesta por el orden. Con sus correspondientes, e inevitables resurrecciones propagandísticas. El Duce, maestro de la oratoria y del espectáculo de masas, sabía muy bien que la imagen es un instrumento de poder, y siempre lo ha sido. En el quinto párrafo de este artículo, el autor considera que la patria italiana debería ser capaz de competir con Francia a la hora de vestir mujeres y hombres. Un proyecto nacional que fuese más allá de las ganancias, pues permitiría lucir y engrandecer el espíritu de la nación. Dos años más tarde, en 1931, el gobierno creó el Instituto Nacional de la Moda. Una comisión del sistema oficial de estadísticas consideró alarmantes la cantidad de dinero que las italianas gastaban en importaciones desde Francia. Vanitose donne italiane” fue la conclusión del estudio estadístico.
Desde el primer encuentro en la Hemeroteca de la Luis Ángel Arango, he soportado los equívocos que esto despertara en las mentes más desconfiadas. Los Santos Tomases de las redacciones. “¿Tú crees que el verdadero Mussolini sacó tiempo de su agenda para escribir un artículo para el diario de un país que apenas podía ubicar en un mapa?”, “Si el tipo lo hubiese escrito, Calibán le habría dado la portada”, “Quizás fue un homónimo del dictador, y te entusiasmaste en vano”, “¿Por qué escribes contra el periódico que te abrió las puertas y que te vio crecer como escritor?”. Fueron frases que resumen discusiones de horas por teléfono. Intentando una aproximación aplicada, digamos que la firma de Benito Mussolini está en el cabezote y el final del artículo con una añadidura pertinente: “Roma, 1929”. Dos veces su nombre: Mussolini, Mussolini. ¿Suficiente?
Estuve en un callejón sin salida: ¿Cómo saber si fue el verdadero Mussolini el que escribió este artículo? ¿Valía la pena plantearse la inquietud desde la otra orilla: demostrar que el autor no fue el dictador italiano? ¿Cuántos homónimos del Duce vivían en Colombia y se dedicaban a redactar textos para la prensa? ¿Algún lector de El Tiempo se percató del texto cuando fue publicado?
Mussolini también fue periodista, muy a su estilo. Después de trabajar como albañil y maestro, el periodismo captó su atención y se convirtió en un frecuente colaborador de periódicos socialistas, trabajo que alternaba con sus incursiones como agitador y orador beligerante. Al ser tocado por este oficio, no perdió sus principios. En alguna entrevista dijo que “el periodismo fue una bandera, mi hijo favorito”. También dijo que para dedicarse al periodismo había que ser joven. No se andaba con tibiezas. Le desesperaba escribir notas normales. Con el tiempo vivió una voltereta ideológica, y llegó a detestar los gestos vacíos y la cháchara de los socialistas. A los treinta y dos años, fundó Il Popolo d’Italia. Seis años después, creó el Partido Fascista y resultó electo para el Parlamento. A los cuarenta, fue designado primer ministro, y sus seguidores marcharon sobre Roma. A los cuarenta y cinco años, un artículo con su firma se publicó en el diario más importante de Colombia, a un poco más de nueve mil kilómetros de su despacho.
Una dictadura encabezada por un experiodista, rodeado de experiodistas amigos, terminó en un parloteo propio de los italianos. Edward R. Tannenbaum escribió que en ninguna otra dictadura hubo tantos periodistas que hablaran sobre tantos temas.
Colombia y El Tiempo no fueron ajenos al ascenso del fascismo en Europa, y su influencia en diferentes regiones del mundo: en la Bogotá de entonces (el Tíbet de Los Andes, la llamaba un expresidente) también se discutía sobre la raza, los vestidos de baño femeninos y también se hablaba con creciente animadversión sobre los extranjeros, en especial de la población judía. Mario Jursich cuenta que uno de los libros más comentados fue el ensayo Colombia ante los judíos, de Salvador Tello Mejía, que en su tapa tenía el dibujo de un judío como del elenco de Shtisel tachonado con la expresión “¡Peligro!”.
Los judíos eran comerciantes y los boicots contra sus almacenes en la capital se multiplicaron. En mayo de 1936, cerca de cuarenta comercios sufrieron desmanes y destrucción. Hoy los protagonistas de señalamientos y boicots son los empresarios chinos que monopolizaron el corazón comercial de la ciudad, San Victorino. Pero esa es otra historia.
Hace unos meses, cuando reunía información para despejar mis dudas, hablé con Danilo Pizarro Villegas, jefe de archivos de contenidos de El Tiempo. “Es imposible establecer la relación entre los colaboradores de entonces con el periódico –dijo–. No hay manera de comprobar si los editores de 1929 recibieron o encontraron y tradujeron el artículo”. Me quedé con la piel erizada, como en espera de un terremoto. Decidí seguir preguntando. Una noche, le escribí a Enrique Santos Molano, que ingresó a El Tiempo en los años setenta y es columnista del diario. Me advirtió que en los años veinte y treinta no había consejos de redacción, sino tertulias entre la cabeza editorial y los colaboradores y opinadores, pero en fin de cuentas, era Calibán quien decidía qué se publicaba y qué no, salvo que se tratara de artículos o piezas periodísticas recomendadas por su hermano —y futuro presidente de la República— Eduardo Santos Montejo, dueño del periódico.
“En 1929, Mussolini no tenía el carácter fascista que tuvo años después –señala Santos Molano–. Era el líder de una Italia que, gracias a su mano dura, había recuperado su economía”. Y añadió: “Una crónica de Mussolini era un buen plato periodístico, y el olfato infalible de Calibán la publicó bajo esa consideración”.
Entre los cientos de posibilidades que podrían haber sucedido en una redacción, me gustaban por sobre todo las más simples: quizás todo ocurrió por un descuido del editor de entonces o la distracción de los traductores, que tomaron el texto de Mussolini de algunas de las publicaciones del mundo que llegaban a las oficinas del periódico, de las que el equipo echaba mano en los cierres o se escogía algún artículo para la edición dominical y, simplemente, lo fusilaron. Quizás fue una apuesta editorial arriesgada, asumiendo que confirmaron los datos básicos del autor. Quizás lo publicaron por aquello de “las grandes firmas”, lo que hoy llamaríamos “influenciadores de opinión”. En todo caso, el artículo debió recibir el visto bueno de Calibán, un tipo desconfiado y cuidadoso en sus dominios. Pasó de mano en mano. Salió de las impresoras a los quioscos y cafés de la ciudad. Un hecho inesperado, pero que está en la medida de lo posible, y que permaneció escondido en los archivos microfilmados de El Tiempo hasta hoy, noventa y dos años después de haber sido publicado.
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