Demostrar que es colombiana se convirtió en una lucha constante de Chaé contra el mundo. Resulta paradójico imaginarlo, sobre todo porque se fue del país en aquella época donde muchos deseaban llegar a su destino -que ojalá fuera final- con un pasaporte que dijera lo contrario, para evadir los filtros bochornosos, las preguntas humillantes y la estigmatización que hemos cargado como una cruz.
Aun se hacía llamar Elizabeth Córdoba cuando fue deportada desde San Juan de Puerto Rico la primera vez que salió de Colombia; 30 años después no sabe el por qué. Ya tenía un Congo de Oro a cuestas, el cual obtuvo en Barranquilla a punta de talento junto a su hermana Mila cuando juntas eran «Las perlas negras», una agrupación que por su trayectoria y reconocimiento en el caribe colombiano había sido invitada a la capital boricua para un encuentro cultural al que asistirían como embajadoras de la afrocolombianidad.
Lo cierto es que no tiene claro si la devolvieron por ser colombiana o por no serlo, porque lo que no borra de su mente es la manera en que los agentes federales se burlaban de ellas y aseguraban que no habían personas de su color en Colombia y que su fenotipo no era el de una mujer de este país. Del tira y afloje, el resultado fue que al día siguiente estaban de regreso en Cartagena, ciudad donde vivían las hermanas Córdoba después de haber recorrido todo el país junto a sus padres y hermanos, buscando un mejor futuro y una vida un poco más digna.
«De todo lo malo, sale algo bueno», les dijo su madre al verlas de nuevo en casa. Ellas solo lo creyeron después de acudir a la embajada americana para denunciar lo sucedido y solicitar un estudio del caso por haber sido discriminadas por su raza y color durante su frustrado ingreso a Puerto Rico, territorio no incorporado de los Estados Unidos. Las «perlas negras» recibieron, no solo una disculpa, también una nueva visa que las llevaría a Miami, pero esta vez con la idea fija de no volver.
Lo primero que hicieron al llegar a la capital del Sol fue cumplir el sueño cliché de las estrellas del momento, ser invitadas al Show de Don Francisco, para luego hacer parte de algunos eventos privados que muy pronto se acabaron. Vivir de la música en Miami no fue una opción ni al principio ni al final de esa estancia que terminó con la propuesta de un manager que las convenció de irse a Nueva York para actuar en diferentes espectáculos que tenía previstos, pero que no pasaron de ser íntimas presentaciones en diferentes restaurantes y bares de Manhattan y Queens, donde reside el mayor número de colombianos en la gran manzana.
El manager desapareció tan rápido como llegó sus vidas. Pero el sueño americano ya estaba conciliado y el impulso estaba tomado, así que no había vuelta atrás. Era increíble para estas dos hermanas que habían crecido en extrema pobreza, estar en aquella ciudad que en nada se parecía a la selva chocoana donde crecieron a punta de agua de panela. No se sintieron extrañas en la metrópoli que las acogió como a propias y donde recibían mejor trato que en aquel barrio de Medellín, donde vivieron durante un tiempo debido a las correrías de su padre, un peleador de boxeo cuyos puños no sirvieron para protegerlas de amenazas racistas y apodos despectivos que abundaban más que la comida y que les dejaron secuelas de por vida.
Pero por lo menos en Medellín, en Cali, en Turbo, en Cartagena y en Barranquilla, lugares donde vivieron, las trataban como colombianas, cosa que en Nueva York no pasaba y hasta hoy, no pasa. Asegura Chaé que difícilmente reconocen el tricolor en su color y que la confunden con dominicanas o haitianas y la reclaman los del Congo, los de Nigeria y en el mejor de los casos los mismos neoyorquinos, pero de Colombia no reconocen en ella nada, bajo el mismo equívoco de que el sagrado corazón palpita en nuestro país solo en la gente de piel blanca.
Así que Chae encontró motivaciones para encausar el liderazgo que la ha caracterizado desde que empezó a dirigir los pequeños grupos musicales que formó en Cartagena cuando empezó a cumplir el sueño de la música y que continuó con la creación de «Las Perlas negras». Le pareció injusto que en algunas partes del mundo se desconociera la afrocolombianidad como parte esencial de nuestra cultura y nuestras costumbres, y al son de la música empezó también a ejercer un activismo cultural que la ha llevado a dar a conocer del modo que ha podido, la riqueza que tiene oculta la selva chocoana y en general el pacífico colombiano.
Las perlas se disolvieron, algo que parecía imposible. Mila tomó un camino diferente tiempo antes de que Chaé consiguiera un sueño que tuvieron en común: hacer parte con su música de un festival colombiano. Pasó en 2018, casi 30 años después de establecerse en los Estados Unidos, pero el resultado dejó un sinsabor en ella. Sintió que no es de allá ni de acá. Que la ven como a un bicho raro y la escuchan tan lejana como si fuera de Nigeria. Que su propuesta musical no toca los corazones de sus compatriotas, y lo más grave, que es más apreciada en escenarios y eventos de otros países que en los de esta tierra que promueve sin parar. Sintió que entregaba mucho, y que recibía poco.
Pero eso no ha sido impedimento para seguir peleando por su colombianidad. Dice que su música representa lo que somos, un país multicultural que no suena a una sola cosa, que no solo es salsa o vallenato, ni cumbia o mapalé, y mucho menos reguetón. A través de los sonidos de su banda ha representado a Colombia en diferentes festivales internacionales de música en Nueva York, donde sigue abriéndose caminos por las calles del Bronx, de Queens y de Manhattan, donde los colores de nuestra bandera se mimetizan en lo llamativo del vestuario de una perla negra con la que nuestra afrocolombianidad cruzó las fronteras para llamarse Chaé.
Por: asanjuanello