“Agua pasada no mueve molino”, decía Don Marcelino, un viejo tendero habitante de El Remolino, un pueblo chiquito entre Antioquia y Chocó. Para llegar al caserío había que coger una trocha en zigzag, atravesando peñascos, bosques repletos de yarumos y uno que otro guadual.

En el caserío habitaban poco más de cincuenta familias, cinco solterones y cinco policías que decían ser la autoridad. Don Marcelino y un viejo llamado Evaristo, eran los únicos fundadores vivos y habían sido los primeros en llegar. En cada fiesta del pueblo los sentaban en la mesa de honor, y siempre eran convocados para presidir cualquier ocasión: el día del niño, el día de la madre, el 20 de julio y también en navidad. No había ceremonia sin ellos y sus historias sobre cómo construyeron todo lo que había en ese lugar: la escuela, la capilla, el parquecito y un salón que hacía las veces de hospital.

Don Marcelino era bajito y regordete, con un gran bigotón. Usaba gorra oscura, gafas permanentes y un saco de pana como si estuviera en su natal Sonsón. Don Evaristo era su único amigo, y tal vez por eso decía que era el mejor. Se trataba de un vejete barbudo, solitario y ojos saltones, que, con su infaltable sombrero, se la pasaba buscando chismes por la población.

“Le cuento el milagro, pero no el santo”, le decía don Evaristo a don Marcelino en cada conversación, al ver la insistencia del viejo tendero para que le diera detalles de todo lo que le contaba sin pudor. “Al pan, pan, y al vino, vino” le decía don Marcelino, como intentando ampliar la información, pero don Eva, manteniéndolo en suspenso, le recordaba siempre que “pocas palabras para un buen entendedor”.

Cada semana, a la misma hora, el viejo cotillero llegaba en su mula gris, encendía su cigarro, se tomaba un tinto y echaba chisme como si no hubiera fin. “Usted habla hasta por los codos”, le decía Don Marcelino desde el mostrador, pero no dudaba en hacerle preguntas y sacarle toda la información.

Todos los domingos, al salir de misa, era el mismo asunto y la misma discusión. El uno llegaba con los chismes del pueblo mientras el otro preguntaba sin vacilación. Aunque parecía lo único importante en esa amistad, para ellos, hablar de la gente era una excusa más. Bastaba observar sus miradas para comprender que cada encuentro prolongaba su vida y aliviaba su soledad, pues creían que la muerte llegaría cuando no tuvieran chismes nuevos ni acudieran a su cita dominical.

Ella vendrá –decía don Marcelino refiriéndose a la muerte– cuando del presente no podamos hablar. Ella aparecerá –continuaba don Evaristo– cuando sea de los muertos, y no de los vivos, de quienes nos dediquemos a chismear. Se negaban a quedarse en el pasado de El Remolino, y, para ambos viejos, saber de las vidas de los otros era una forma de llenar su propia existencia, así solo hicieran parte del presente a través de un montón de historias ajenas.

Esperar la muerte o el olvido repitiendo lo que fue, y ya no era más, no era una opción para ellos. Esperar su cita semanal era, en cambio, un motivo suficiente para mantenerse vivos…al menos durante siete días más.