Si don Arturo fuera un científico –y no un artista– de la lengua, probablemente sabría, por poner un ejemplo, que a finales del siglo XIX la Academia tildaba la palabra luego cuando significaba ‘después’ (‘Voy luégo, cuando termines de comer’) y no lo hacía cuando quería decir ‘por lo tanto’ (‘No te lo daré, luego no me lo pidas más’). Sin embargo, hoy nadie emplea ese acento gráfico y no nos rasgamos las vestiduras, y eso que hay que decir que en este caso la tilde diacrítica tenía cierto sentido, mucho más que el que algunos le quieren dar a la del adverbio solo.1
Si lo que se pretende es romper la ambigüedad, deberíamos recurrir a la tilde para evitar el juego que provocan los sintagmas vino blanco (¿estamos hablando de alguien que llegó pálido o de un caldo hecho de uva clara?) y para arriba (¿le estamos pidiendo a alguien que se detenga arriba o estamos indicando una dirección?), o la imprecisión que esconde la oración ‘Él aceleraba cuando los pasajeros le decían que frenase’ (¿él aceleraba en el momento en el que le decían que frenase o a pesar de que le dijeran que frenase?). O, volviendo a la palabra luego, ¿cómo resolvemos la doble interpretación que vemos en la oración ‘Me estoy cansando, luego me voy’? Queridos amigos, el contexto siempre nos salvará, como lo hace en la comunicación oral, en la que, por cierto, no existen las tildes. Y, como dice la RAE en su Ortografía de la lengua española del año 2010 (Espasa), los casos de ambigüedad que no resuelve el contexto (se refiere a solo y a las voces este, ese y aquel como determinantes o pronombres) «son raros y rebuscados».
Antes de seguir, digamos para qué sirven las tildes diacríticas. Su función es la de «distinguir voces homógrafas, esto es, que tienen igual grafía y distinto oficio gramatical», tal y como explica el maestro José Martínez de Sousa en Ortografía y ortotipografía del español actual (Ediciones Trea). En otras palabras, con el objeto de diferenciar dos vocablos que se escriben igual, nos saltamos a la torera las normas generales de acentuación gráfica y hacemos cosas como ponerle tilde a la voz te si estamos hablando de la planta y su correspondiente infusión, pero no se la ponemos cuando funciona como pronombre.
Entonces, si el adverbio solo y el adjetivo solo se escriben igual y tienen distinta función gramatical, ¿por qué no está bien diferenciar uno de ellos con una tilde? Muy sencillo: porque en esta pareja de palabras no se cumple otra de las reglas que se siguen en la atildación diacrítica, aquella que dice que solo se empleará esta distinción si en la cadena hablada uno de los vocablos es átono y el otro tónico (la tilde siempre la lleva el que es tónico). Digan en voz alta ‘A mí me gusta mi casa’ y fíjense en la manera en que pronuncian. Marquemos las sílabas tónicas de esa oración: ‘a MÍ me GUSta mi CAsa’. ¿Lo notan? El primer ‘mi’ es tónico, pero el segundo no; por eso le ponemos tilde al primero.
Veamos ahora esta otra frase: ‘Solo se pone triste cuando está solo’. Marquemos las tónicas: ‘SOlo se POne TRISte cuando esTÁ SOlo’. Como podrán comprobar, tanto el adjetivo solo como el adverbio solo son tónicos –tienen una sílaba tónica en la cadena hablada–; por lo tanto, no es adecuado aplicar aquí la atildación diacrítica. Para que entiendan mejor eso de que una palabra es tónica o átona en la cadena hablada, dense cuenta de que en esta oración que hemos puesto de ejemplo la palabra cuando es átona al pronunciar el conjunto de la frase a pesar de que tiene una sílaba tónica si la pronunciamos aisladamente.
Aclarado todo esto, hay que añadir que la Ortografía académica de 2010, de cuyas páginas brotó la absurda polémica de la tilde de solo –aunque no era esa la intención de la RAE–, no dicta ninguna norma al respecto; simplemente nos dice (con gran acierto aunque un poco tarde, para no variar) que «a partir de ahora se podrá prescindir de la tilde […] incluso en casos de doble interpretación». Por lo tanto, quien quiera seguir usando esa tilde, que lo haga: si don Arturo y el ejército de sobreatildadores que lo secundan se niegan a dar un paso en pro de la eficacia de nuestro sistema de acentuación, allá ellos.
Sin embargo, el insigne escritor hace mal en aprovechar su condición de académico para dar la batalla en favor de una reliquia que tarde o temprano será cosa del pasado, como lo son tantos otros usos ortográficos que hoy nos resultarían impensables: ¿se imaginan a un miembro de la RAE pidiendo que volviéramos a escribir alphabeto, pentagramma, sequaz, mysterio, christiano, abaxo, mui o anathema, como se hacía en el siglo XVIII? Por supuesto que no, aunque sí es probable que en otros tiempos algún reverte pusiera el grito en el cielo cuando sus ojos se encontraron de repente con grafías nuevas e inesperadas como alfabeto, pentagrama, secuaz, misterio, cristiano, abajo, muy, anatema…
Lo mejor para todos los hispanohablantes sería que Pérez-Reverte dejara la ortografía en manos de los ortógrafos y se dedicara a las batallas que nos cuenta en sus libros, que son las que realmente se le dan bien. O eso dicen.