Pensé que iba a ser el eterno flaco y conservaría esa figura de la adolescencia, que se mantenía intacta a pesar de comer y beber como un romano. Tragaba todo lo que se me atravesaba, repetía y quedaba con hambre. «Eso no me llena ni una muela coca», solía decir.
A los 25 empecé a adquirir un modesto banano que mantuvo su apariencia por cerca de un año. No me parecía mayor amenaza, a pesar de las voces de alerta que provenían de mis primos -quien no oye consejos, sí llega a viejo, pero a viejo panzón-.
Llegando a los 27, mi metabolismo no aguantó más y una desbocada protuberancia se apoderó de mi abdomen; no hay nada más feo que tener las costillas marcadas y lucir al tiempo una redonda barriguita. Algunas novedades corporales me hicieron creer que las hormonas estaban fuera de control. Me salió más busto que a mi hermana y aparecieron en mi espalada unos pliegues que -pensaba- eran de padecimiento exclusivo de las mujeres: estrías.
En una sola semana, cuatro personas, de manera espontánea, me hicieron notar el tamaño de mi ‘abdomen’. Mi mamita intentó decírmelo con cariño, pero su mueca fue más elocuente: «Estás como pasadito de kilos, ¿no?». Después vino el comentario de una compañera de oficina: «Andrés, tengo miedo, siento que ese botón de tu camisa va a salir disparado por la presión de tu barriga y me va a sacar un ojo». Luego, mi novia de entonces quiso saludarme con ternura: «¡Hola mi gordito!», exclamó mientras frotaba mi panza como una bola de cristal. Finalmente, mi hermana lanzó un diagnóstico descarnado: «¡Uy mijo, está hecho un marrano! Mire esas tetas que tiene; voy a prestarle un acostumbrador».
El desconocido mundo del ejercicio en el parque de barrio
Miré a mi alrededor y observé que mi historia no es nueva ni única. Amigos y compañeros de oficina mayores habían pasado por esa etapa. Vi a Jorge, por ejemplo, y escuché a algunas mujeres referirse a su pasado esbelto y a su presente obeso: «Mire cómo está de gordo Jorge; cuando yo lo conocí era súper flaco».
Dirán que descubrí el agua tibia. Pues sí, pero es difícil ser consciente de los primeros achaques de la vejez hasta que las consecuencias de una vida sedentaria se reflejan en uno mismo.
En principio me negué a hacer ejercicio, pero eliminé de mis hábitos la repetición de desayuno, de almuerzo y de comida. No resultó del todo, así que empecé a consumir porciones razonables. Tampoco fue suficiente. Sufría de ‘recaídas’. Una semana comía juicioso y la otra volvía a mi costumbre de romano. Esa inconsistencia dejó a su paso una piel flácida, porque subía y bajaba de peso constantemente, moviéndome entre los 80 y los 84 kilos. Creerán que no es tanto, pero les aseguro que si miden 1,76 m eso es peso suficiente para tener que usar un acostumbrador.
Descarté ir al gimnasio, porque dudaba (y sigo dudando) de mi constancia y me pareció que podría perder la inversión. Llamé entonces a uno de mis primos deportistas y le imploré que me instruyera para ingresar al desconocido mundo del ejercicio en el parque de barrio. Aceptó y me impuso una rutina.
La primera parte del entrenamiento diario consistía en caminar por 15 minutos, antes de trotar por otros 25. No lo podía creer cuando me lo dijo. ¿Caminar? Imaginé de inmediato a esas señoras gordas que salen -maquilladas y perfumadas- a la ciclovía. Son fáciles de identificar porque sus mejillas se ponen rosadas con tan sólo caminar, pero no transpiran. Portan además una visera a la mitad de la frente -que les tapa la mitad de la visión- y del cuello les cuelga un monedero -esos tubos de plástico que también pueden servir para guardar el cepillo de dientes-.
Los ancianos se ejercitan en grupo; los jóvenes salen a fumar
La teoría de mi primo es que el cuerpo debe acostumbrarse a la actividad física. Tras mirarme de nuevo al espejo, no me atreví a hacer mayores objeciones. Aunque llegué a pensar que se burlaba de mí, le dije: «Usted manda».
Así inicié una rutina de caminata, trote y ejercicios básicos: tres tandas de 30 abdominales cada una (es decir, 90 en total), 10 flexiones de pecho (alcanzo a completar las 30 con dificultad), 25 sentadillas (también me cuestan, pero logro las 75) y 5 barras (no llego a las 15, porque mis brazos tiemblan de debilidad e impotencia cuando hago la número 12).
Al principio, por supuesto, el trote me hacía sentir ahogado. «Uy, me dio bazo», decía para mis adentros (era la misma frase que repetía en el colegio, en las clases de educación física). Distraía el dolor observando a la variopinta sociedad que hace uso del parque. En la mañana, miembros de la tercera edad, en sudadera (ancianas también maquilladas), hacen ejercicios en grupo. Ahora sí son conscientes de sus años de sedentarismo
Los otros son trabajadores que cortan camino por la zona verde hacia el alimentador del Transmilenio. Ellos, tengo que quejarme, contaminan mi aire fresco mientras corro: los hombres con sus cigarrillos mañaneros y las mujeres con sus penetrantes perfumes (todos huelen a pachulí cuando estoy trotando).
Los jóvenes brillan por su ausencia. Sólo se asoman algunos adolescentes para sacar muy temprano a sus perros cagones (sin bolsa a la vista) o salen en las noches para reunirse a fumar tabaco y otras hierbas. Están todos en su etapa de romanos. Pronto se darán cuenta de que su delgadez no será eterna.
Siento que actué a tiempo, en un punto de retorno. Volví a mi juvenil banano de 25 y ya los botones de mi camisa no representan peligro alguno para nadie. Presumo que a partir de la próxima semana ya no tendré que usar el acostumbrador. Lo más importante: ya no tengo el dilema de si uso la correa por debajo o por encima de la barriga. ¡Desapareció! Camino orgulloso durante 15 minutos, en las mañanas o en las noches, antes de trotar otros 25. Mañana empiezo la segunda fase del entrenamiento con mi primo. Me pide ser constante. Ojalá.
*Próximo miércoles, desde las 8 a.m.:
‘Qué miedo empezar una nueva relación’
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