Claro que me da vergüenza, pero allí soy amo y señor del lugar. Mis padres llaman a mi hermano «el angelito», a mi hermana le dicen «muñeca», pero a mí se dirigen como el «Rey», con mayúscula, para que nadie se equivoque.
Alguna vez tuve la ‘valentía’ de querer irme. Fue poco antes de acabar la universidad. Juraba que me independizaría tan pronto tuviera un ingreso estable. Era esa época en la que tenía el pelo largo y estaba convencido de que nunca me iba a poner una corbata; me decía a mí mismo que las empresas capitalistas de políticas neoliberales tendrían que aceptar mi rebeldía, tal cual.
El afán de irme era producto de la cantaleta de mis padres. Que dónde estaba, que por qué esa bendita maña de emborracharse todos los fines de semana, que repórtese, que ayude a aspirar el apartamento, que ellos no eran las empleadas del servicio, que por qué huele a ‘maracachafa’, que no les dé mal ejemplo a sus hermanos, que al menos báñese, que desocupe la mica que tiene debajo de la cama. «Uffff… ¡Cuando me largue de acá, me van a extrañar!», pensaba yo, arrogante y pretencioso, mientras sacaba la aspiradora y sufría el guayabo.
Vino entonces mi primer trabajo y con ello el adoctrinamiento capitalista. Empecé a ganar un sueldo, a tener responsabilidades, a usar corbata de vez en cuando y a peluquearme regularmente. Los planes de los fines de semana ya no eran los de tomar aguardiente con los vagos de la universidad; se convirtieron en ‘reuniones’ con compañeros de oficina para ‘departir’ sobre el futuro del periodismo al calor de unos ‘cocteles’. Mis padres sabían que igual llegaba borracho, pero se dejaban mentir con la nueva terminología.
Ellos mismos me convencieron de cancelar la idea de irme pronto. Empezaron a quererme y a estimarme al ver que mostraba ciertos logros laborales y que me alcanzaba para ahorrar algo. «Eso pa’ qué se va, si aquí lo tiene todo. Deje la bobada mijo que nadie lo está echando… ¿se va a poner a botar el sueldo en un arriendo?». En sus ojos llorosos se veía el orgullo: «Lo sacamos adelante después de todo», pensaban.
Me volví el hijo de mostrar. En la sala le decían a la visita que yo era un exitoso periodista. «Cuéntales que una vez viste al Presidente», me pedía mi madre en voz alta. Yo me moría de la vergüenza, porque la verdad es que, en alguna ocasión, fui a Corferias y me dijeron que ahí HABÍA estado el Presidente. Me daba tedio el orgullo subjetivo y exagerado de ella y deseaba volver a la habitación para seguir jugando en el Play Station. Mi hermana, envidiosa de que fuera el centro de atención, se asomaba para verme con odio y rencor (aprovecho para responsabilizarla públicamente de cualquier daño a mi integridad personal).
En serio, a cuento de qué me tengo que ir
La comodidad es enemiga de los que queríamos ser jóvenes independientes. Siendo el «Rey» de mi casa, con plata para salir y sin muchas exigencias hogareñas, empecé a sentirme parte de la «rancia oligarquía colombiana», como dice Hugo Rafael. Aunque estoy lejos de tener el dinero suficiente para hacer parte del selecto grupo que paga el impuesto al patrimonio, me siento como un ‘riquillo’.
En el Palacio Paternal se desviven por complacer mis antojos. Hay, por ejemplo, una cocina abierta las 24 horas. Cualquier día puedo pedir a la habitación un desayuno de masilla de arroz cantonés, con trozos de cerdo y pollo, cocinada en finas hojas del campo (mis hermanos súbditos le llaman tamal).
El secreto está en ser buen hijo, encargarse de pagar un par de recibos baratos y no caer en embarazos tempranos. También evito llevar novias a la casa, para no dar motivos. Hasta ahí llega la reverencia de mis padres y ese sí que es un aspecto negativo. Pero, a falta de ese espacio de intimidad, recomiendo muy especialmente conseguir novia de provincia que resida sola en Bogotá (¡hay montones!). Son fáciles de identificar porque sus neveras están siempre vacías, a lo sumo con media cebolla cabezona y un pedacito de margarina para fritar el único huevo que completa el surtido del mercado. Al principio cometía el error de preguntar: «¿Estás vendiendo la nevera?».
Sé de un amigo que no ha corrido con la suerte de encontrar a mujeres regionales viviendo solas en Bogotá. El pobre no tiene más opción que llevar a sus citas a la casa (la de sus padres) y no las previene, ni se concientiza, de lo delgada que es la pared que separa un cuarto del otro.
Su mamá le hizo el reclamo, con tacto y decencia: «Ya es hora de que vayas buscando tu espacio, tu intimidad». Lo que en realidad le quiso decir es que estaba ‘mamada’ de tener que aguantar los gemidos de toda clase de ‘fufurufas’ y que si no podía controlar la calentura debía buscar otro lugar con paredes que aislaran el ruido. Su hijo le contestó con una mezcla de ingenuidad y cinismo: «Qué más quisiera yo mamita, pero la situación está muy dura. Tan pronto se mejore la economía, yo busco a donde irme», respondió mientras se arropaba de nuevo y pedía un caldo para pasar el guayabo.
Sí, ya séeeeeee… igual me tengo que ir
Qué descaro. Antes los jóvenes salían de la casa, embarazados, a sostener un nuevo hogar. Eran unos valientes para abandonar el nido y unos magos para no morir en el intento. A nosotros (increíble) nada nos alcanza, incluso si ganamos mejor de lo que recibían nuestros padres en sus inicios, y sin tener las obligaciones que ellos debían asumir desde el primer día.
Insisto, es un tema de comodidad. Porque sí se puede. Hay miles de aparta-estudios (o simplemente ‘piezas’) con el espacio suficiente para instalar un colchón. Sólo hace falta comprar una sartén, un pocillo, un plato, una cuchara, un tenedor y una nevera surtida con media cebolla cabezona… Ayyy, pero no es la idea. Precisamente, como a nuestros padres les tocó duro, ellos buscan ayudarnos y nos dan tiempo para que ahorremos y salgamos a vivir mejor. Son cómplices de nuestra comodidad, por eso ha perdido vigencia el chiste malo de los hijos ‘Bon Bril’ (¿recuerdan el cruel comercial?).
Ya sé, ya sé… aunque mis padres no quieran, me tengo que ir. Me lo dice Pepe Grillo cuando me hace notar lo patéticos que se ven mis primos contemporáneos. Los he observado con atención, recién levantados, jugando ‘rasquin ball’, con pantaloneta de equipo de fútbol de barrio y camiseta manga sisa. Parecen gigantes gordos, de pasos torpes y pesados. Caminan en cámara lenta hacia la cocina, buscando a su madre (mi tía), quien al lado de ellos se ve pequeña, indefensa, como una frágil pigmea. Abren la boca y hablan con una voz gruesa, pausada, pesada, como de ‘bobolitro’: «Maaaa-máaaaaaa… ¿quéee haaayyy deee comidaaaaa?». Ella, con su tono de voz débil, agudo, como de insecto, les contesta resignada, paciente: «Ya les preparo algo hijitos».
Está bien; me iré. No soporto más el complejo de culpa. Lo tengo decidido. Papá, mamá, les anuncio que he establecido una fecha límite. Por favor, no insistan. No lo hagan más difícil. Les prohíbo que me detengan; déjenme ir. Ya es hora. Contra viento y marea; llueva, truene o relampaguee, me independizaré. Pero en un tiempo prudencial, tal vez de ocho años… prorrogables, por supuesto.
*Próximo miércoles, desde las 8 a.m.:
‘¿Por qué las mamás pelean cuando hacen oficio?’
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*Si se lo perdió…
‘Si su nombre es ‘guiso’, usted tiene pasado de pobre: att. Jáiver’
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