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Estaba echándole cabeza al tema (la actividad número tres en el baño, saben a lo que me refiero) y llegué a la conclusión de que estoy enfermo. Quiero curarme. No soporto más esta obsesión por las buenas curvas, los culos y las tetas.

No vengan a decir que soy un ordinario. Para información del público, el diccionario de la Real Academia de la Lengua define «culo» como el «conjunto de las dos nalgas». La palabra «teta» está explicada en el mismo libro como «cada uno de los órganos glandulosos y salientes que los mamíferos tienen en número par y sirven en las hembras para la secreción de la leche».

Está bien; si quieren me pongo fino. Para mí es inevitable ver nalgas (en conjunto) y órganos glandulosos (en pares). Mis ojos desobedecen mi fuerza de voluntad y, el 99 por ciento de las veces, desvío mi mirada hacia esos grupitos que van de dos en dos. Son como un imán que atrae mis córneas cuando van delante de mí en las escaleras eléctricas de un centro comercial, en la fila de un banco o pasando por la registradora del Transmilenio.

Una mujer escotada, hablándome de frente, es todo un desafío. Siento que la cara me tiembla del esfuerzo sobrehumano que hago para no bajar la vista. El reto requiere de una concentración descomunal.

Muchas veces prefiero entrar en meditación profunda y evito escuchar a mi voluptuosa interlocutora para prestarle atención única y exclusivamente al Pepe Grillo que hay en mi cabeza: «Mantén la vista al frente Andrés, no desfallezcas, son sólo un par de glándulas, como las de cualquier otra niña…, carnosas, redondas… ¡Te digo que no mires! Uff, estuvo cerca… hiciste bien, concéntrate… uy, está saludando a alguien a lo lejos. Por unos segundos ella no te observa. ¡Mira ya! ¡Aprovecha estúpido!».

Mi problema es que Pepe Grillo no puede sólo contra los tres diablos que habitan en mi cabeza. Mientras uno de ellos agarra por la espalda al bien intencionado insecto verde, el otro lo golpea para que no hable y el tercero es el que queda libre para sugerirme cochinadas al oído.

Sé que mi conciencia intenta decirme cosas en medio de la golpiza que sufre. A lo lejos, con las costillas rotas y la boca lacerada, me grita que no desee a la mujer del prójimo, ni a la de mi hermano, ni a las de mis primos, ni a las de mis amigos. Pero no le entiendo; no le alcanzo a oír. Sólo puedo escuchar a ese tercer diablo diciéndome: «Deséalas a todas». Y le hago caso.

Hemos sido injustos con la enfermedad de Kennedy, Tiger Woods y Róbinson Díaz

No me jacto del tema. Al contrario, me parece vergonzoso. ¿Cómo es que a estas alturas de la evolución no podemos controlar algo tan básico?

Este karma lo han sufrido, incluso,  personas de la talla de John F. Kennedy y Tiger Woods, brillantes y exitosos en sus respectivos campos. Hasta nuestro queridísimo actor colombiano Róbinson Díaz terminó sucumbiendo ante los conjuntos glandulosos de Sara Corrales.

Nuestra sociedad, en vez de acoger a dichos enfermos con la misericordia que requiere la rehabilitación de un adicto, los discriminó a todos y los acusó injustamente de tener una enfermedad que -a la hora de la verdad- todos padecemos.

¡Qué solapados somos! Si a mí se me presentaran los mismos ‘papayazos’ que ellos tuvieron, me tiraría en plancha sobre todos. La diferencia es que Kennedy, Woods y Díaz han tenido la fama suficiente y los recursos necesarios para conquistar (o pagar, en su defecto) a las mujeres que han querido. Hombres comunes -como yo- sólo podemos desearlas… ¿Qué dices Pepe Grillo? A qué mandamiento te refieres. No te entiendo. Háblame más claro…

Los hombres comentamos el tema con alguna frecuencia. Todos hemos usado palabras similares -la mayoría de veces idénticas- para describir nuestro estado de perturbación, luego de ver unas sugestivas caderas en poder de una tentadora Lolita: «Estoy enfermo». Lo decimos con culpa, como quien admite ser alcohólico.

Mi primo, preocupado por su salud mental, me habló alguna vez de un programa que vio en Discovery Channel o National Geographic. Según él, allí se aseguró que los machos de la mayoría de las especies comparten un instinto del que no pueden escapar: la necesidad de aparearse y procrear con la mayor cantidad de hembras posibles. «Qué curioso -le dije-. Exactamente eso es lo que siento cada vez que voy de rumba a Andrés Carne de Res. ¿Seguro que no estaba viendo el canal de Venus o de Playboy?».

De mi parte hay una profunda comprensión hacia John F. Kennedy; toda mi solidaridad además para Tiger Woods (un gran abrazo, amigo); querido Róbinson Díaz, recibe mis más sinceros sentimientos de envidia y admiración.

Lo siento, pero así pensamos. Al menos, así funciona mi cabeza. Que lo sepa el mundo y lo entienda Pepe Grillo: a diferencia de Pinocho, soy de carne y hueso y -en ocasiones- me gustaría ser de palo.


*Próximo miércoles, desde las 8 a.m.:
‘Mi abuela es más progresista y liberal que sus hijas’

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