No pueden culparme por ingenuo. No tenía manera de saber. Las veía usar el baño sentadas y -a falta de un conocimiento detallado sobre su aparato reproductor- la conclusión para mí era más que obvia: orinaban por la cola.
También juraba que el inglés se hablaba pronunciando al revés las palabras en español. ¿Omóc em noreiv íha? (¿Cómo me vieron ahí?). Aún hoy, no entiendo cómo un daltónico se da cuenta de su deficiencia, si ya debe estar acostumbrado a ver mal los colores.
Es más; lo reto a usted –querido lector– a que haga una encuesta con 10 personas a ver quién le explica, de manera sencilla, la teoría de la relatividad. ¿Nadie? Entonces que le expliquen de la forma complicada. ¿Tampoco?
Yo no me atrevía a exponer mis inquietudes; y aún hoy me cuesta trabajo (prefiero acudir a Google). Ni siquiera cuestionaba a la señora de la tienda de la esquina, quien me daba las vueltas aplicando una inexplicable fórmula, como sacada del Álgebra de Baldor. Por ejemplo, le compraba con 5.000 pesos una bolsa de leche de 800 pesos y ella, mientras entregaba el cambio, decía: «Para 1.000, para 2.000 y para 5.000». ¿Ah? Yo fingía que le entendía, pero mi cerebro era incapaz de comprender cómo diablos esa señora hacía una resta mientras los números iban en aumento.
En la infancia, también me negué a pedirles ayuda a mis padres para esclarecer el misterio de los actores que se daban besos «de mentiras». Eso contaban los mismos artistas, pero yo veía claramente el desagradable movimiento de lenguas, insultante para cualquier niño.
Luego, entrando en la pubertad –cuando ya no me molestaban los besos con lengua–, me surgió la duda de las escenas de sexo. «¿Cómo hace el hombre para evitar o contener una erección?».
Llegué a creer que actrices como Amparo Grisales y Margarita Rosa de Francisco, simplemente, toleraban con profesionalismo y madurez la inflamación involuntaria de sus parejas de set. También alcancé a pensar que ellos usaban alguna especie de yeso para impedir el crecimiento glandular, como consecuencia de la excitación.
«Si hago esa pregunta, van a decir que soy bruto»
Hay una pregunta que sí alcancé a hacer, antes de que me asaltaran los temores y las inseguridades, ad portas de la adolescencia. Se la planteé con profunda ingenuidad a una niña con la que bailaba, cuando noté que mi pecho se rozaba con el de ella. Me sorprendía que no se incomodara, porque a mí sí me daba mucha vergüenza arrimarle el atributo –incluso accidentalmente–.
Le expuse la duda y ella contestó con naturalidad: «Claro que nosotras sentimos; pero ni modo… ¿qué puede hacer uno?». Ese día perdí mi inocencia: «¡Guau! -pensé con morbo-, las mujeres no sólo son más frescas y maduras que nosotros, sino que les gusta hacerse las locas y disimulan mejor».
Eran tantas las inquietudes… Todas habrían tenido respuesta con tan sólo hacer la pregunta indicada, pero daba miedo someterse al escarnio público: «Van a decir que soy bruto», pensaba.
Fue un temor que adquirí en el colegio, alimentado por esos destructivos miembros de la voraz cadena alimenticia escolar (como lo ilustré someramente en un post anterior de este blog: ‘Si su nombre es ‘guiso’, usted tiene pasado de pobre: att. Jáiver’). No puedo culpar del todo a mis compañeros de primaria y bachillerato; la verdad es que yo daba mucha ‘papaya’.
Alguna vez un profesor estaba ilustrando la simplicidad de un problema, diciendo que era un asunto tan común como ver a un Renault 4 en la calle. «¿O quién no ha visto un carro de esos?», preguntó. Yo, que en esa época no sufría de inseguridades, levanté la mano. La clase entera me miró atónita. El profesor, también boquiabierto, volvió a hacer la pregunta. Fue entonces cuando me di cuenta -¡horrorizado!- que había escuchado mal. «Ahhhhh…, perdón ‘profe’, le había entendido reloj 4, no Renault 4».
A mí me sigue pareciendo un error pendejo, pero a mis compañeros les pareció la cagada del siglo. Sus risas burlonas, sonoras y sincronizadas, fusilaron mi amor propio: «¡Qué man tan bruto!», decían a carcajadas. Mi confianza personal se derrumbó y dejé de preguntar.
No somos los más listos del mundo; ¡fresco!, los gringos tampoco
Pues qué más da. No pregunto, ¡y qué! En todo caso, no soy actor… ni daltónico… ni tendero… ni orino sentado… ni me hace falta saber para qué sirve la teoría de la correlatividad (¿o relatividad?). Hoy en día, ni siquiera tengo claro si los aviones botan la caca del baño en tierra firme o cuando están en el aire, en pleno movimiento -como ocurre con los trenes y cruceros-. No me voy a morir si me quedo con la duda.
Tengo un trauma, lo sé. No sigan mi ejemplo. Inténtenlo ustedes a ver si les va mejor. Superen el miedo a que les digan brutos; en todo caso, no son muchos los colombianos en la Nasa; no es que seamos la población más brillante del planeta. Los gringos tampoco; muchos de ellos no tienen idea de dónde queda Colombia, y los que sí saben le llaman a nuestro país ‘Columbia’.
Afortunadamente, hay frases en Google (¡gracias Dios mío!) que justifican toda clase de preguntas.
Un proverbio chino dice: «Aquel que pregunta es un tonto por cinco minutos, pero el que no pregunta permanece tonto por siempre» (…para 1.000, para 2.000, ¿para 5.000?).
Un pensamiento danés asegura que «quien teme preguntar, le avergüenza aprender» (profe, ¿dijo reloj 4 o Renault 4?)
Albert Einstein creía que «lo importante es no dejar de hacerse preguntas» (¿al fin los actores se excitan en medio de las escenas o no?).
Según un filósofo indio, «hacer preguntas es prueba de que se piensa» (¿cómo así?).
Yo prefiero parafrasear al sabio del Cazanoticias, de RCN TV: «No se quede callado; ¡pregunte!».
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