Siempre he tenido el ‘privilegio’ de subirme en el portal de la 170 y esperar un bus desocupado para coger silla. Pero, recientemente, me monté en una estación intermedia y probé lo que es ser apretujado por tanta humanidad.
Esperando en la estación de la calle 127, alcanzaron a detenerse frente a mí tres buses que iban hacia mi destino (el centro de Bogotá). No pude abordar ninguno. «El próximo debe ir más vacío», pensaba mientras veía a esos pasajeros entrepernados (o ‘entrepiernados’, como dice el vulgo) como si bailaran champeta, con las camisas arrugadas y respirándose en la nuca, con las ojos asustados -temerosos de que alguien más se subiera-.
Cuando se abrieron las puertas del cuarto bus, parecía imposible entrar. Nadie se bajó. Al contrario, todos se reacomodaron, intentando ganar uno o dos centímetros de espacio. En medio del tumulto se veía a una señora bajita, menuda, aferrada a su bolso con las dos manos y sosteniéndose gracias a la presión que le hacían dos hombres grandes. La pobre tenía cara de angustia, como de «ay Dios mío… que no me vayan a embarazar en este TransMilenio… yo ya estoy muy vieja para estas amacizadas».
Me llené de valor. «La ‘chimba’ -pensé-, aquí entro empujando». Así lo hice. Tomé impulso y me metí a las malas, desacomodando a los demás. Agarré un tubo y jalé mi cuerpecito. La puerta se cerró a mi espalda y me alcanzó a pellizcar la cola (y eso que no tengo nada de nalgas). Aún conservo el moretón.
La bienvenida de mi ingreso fue una pelea entre una mujer ‘malacarosa’ y otra con pinta de oficinista, quienes se venían agrediendo desde la estación de Alcalá. En mi entrada triunfal provoqué un nuevo roce entre ellas, de manera que la ‘malacarosa’ le metió un buen codazo -de espaldas- a su espontánea archienemiga: «¡No me empuje!», exclamó luego de pegarle en el hígado. La oficinista respondió con el mismo movimiento, pero usando diferentes palabras -también de espaldas-: «¡Yo qué culpa tengo de que usted esté tan gorda!». «Uish, qué tal la otra -replicó la ‘malacarosa’-. Por lo menos no ando con el pelo sucio…».
El resto de los usuarios guardamos un incómodo silencio, como cuando se insultan dos compañeros de trabajo y el resto baja la cabeza porque siente pena ajena. Todos nos quedamos congelados, agarrándonos firmemente de los tubos y evitando el contacto en exceso. En mi caso, mientras una de mis manos ayudaba a sostenerme, la otra estaba metida en el pantalón, protegiendo mi celular.
«Mocos que no puedes limpiar, déjalos correr»
Empecé a sudar (no preví quitarme la chaqueta antes). Me caían gotas de sudor por la frente y sentía cómo mis calurosas axilas empezaban a pintar un mapa a cada lado de mi camisa. Eso no era lo peor… alguien, en medio de esa chichonera, abrió un paquete de Doritos. También creo que alguien dejó escapar un gas (probablemente el dueño de los Doritos).
Para colmo de males, se me empezaron a escurrir los mocos. Así es. Limpiarme la nariz era una encrucijada: o usaba la mano que cuidaba mi teléfono o acudía al brazo que me mantenía estable. «Si uso la mano que protege el teléfono -pensé-, le doy ‘papaya’ a los ladrones; y si uso la mano que me sostiene, corro el riesgo de empujar a esas dos viejas y ser víctima de sus codazos… además, no tengo pañuelos y sería de mal gusto limpiarme luego con el tubo. Mmm…, mocos que no puedes limpiar, déjalos correr».
En efecto… me relajé y permití que se escurrieran. Aguanté con valentía la piquiña que me producían y decidí respirar sólo por la boca. Pero, una vez más, eso no era lo peor. Me dieron ganas de estornudar. Temí por mi vida. Imaginé los noticieros del mediodía, iniciando sus emisiones con un titular tan gracioso como trágico: «Bomba de mocos en TransMilenio produjo linchamiento de joven bloguero».
Quise pensar en algo distinto para distraerme. Observé en detalle algunas particularidades de los demás pasajeros. Primero me enfoqué en el acné del estudiante (18 barros y 10 espinillas). Luego observé a algunos usuarios que venían durmiendo ¡de pie!, como si fueran loritos, cobijados con el calor humano de los otros. Pero mis esfuerzos parecían ser en vano. No podía aguantar más.
«Ahh… ahhhh…», alcancé a decir, a punto de terminar con un sonoro «¡achuuuuuu!». Pero algo muy pequeño llamó poderosamente mi atención y me detuvo: una pulga. No me pregunten cómo la vi estando yo aplastado contra la puerta, pero la detecté con claridad en las piernas de una joven que dormía sentada al otro costado del bus. Miré horrorizado a ese animal y pensé que los noticieros del mediodía titularían de otra manera: «Histeria colectiva por pulga provoca descarrilamiento en TransMilenio».
Al rincón, también sentada, estaba una señora de edad -de esas a las que no les da pena decir nada, porque se sienten por encima del bien y del mal-. Ella miraba sin disimulo el moco líquido que yo había dejado escurrir y por eso se dio cuenta de mi cara de estupefacción. Siguió mi línea de visión y se dio cuenta de la pulga. No se inmutó. De hecho, empezó a golpear con unos de sus dedos en el hombro de la joven que dormía. «Por Dios… que no lo haga», me dije. «Niña… niña…», le decía ella mientras la tocaba para despertarla.
«Niña, es que tienes una pulga en la pierna»
La joven abrió los ojos, un tanto sorprendida y desconfiada. Yo volví a mirar la pulga, temiendo que saltara y la perdiera de vista, pero el pequeño animal esperó. «Niña… es que tienes una pulga en la pierna», le indicó la mujer adulta (sí, en serio, lo dijo tuteándola). La joven hizo una mueca de incredulidad e indignación, sin siquiera mirar. «Hum, tan atrevida… No señora, ¡respete!».
Si bien ella no miró, los pasajeros alrededor escucharon perfectamente a la señora y posaron sus ojos en el regazo de la muchacha. Todos, en grupo, tomamos una larga bocanada de aire, conteniendo la respiración para no asustar al insecto. Los usuarios empezaron a inclinarse levemente hacia fuera, apretando mi cuerpecito contra la puerta.
Podría jurar que vi a la pulga reírse. Tan diminuta, tan insignificante, gozaba viendo a tantos humanos gigantes muertos del susto. Fue entonces cuando la joven mujer sintió cómo todos la observábamos horrorizados. Bajó lentamente su mirada y encontró a la pulga, frente a frente: «¡Qué asco!», dijo agitando su pierna.
La pulga -por supuesto- saltó. Se escuchó un masivo «Uyyyyyy». Todos -absolutamente todos los que estaban alrededor- empezaron a empujarse hacia la puerta, queriendo esquivar con desespero al animal. Creo que en ese momento quedó en embarazo la señora bajita, menuda -la que estaba aferrada a su bolso con las dos manos y se sostenía gracias a la presión que le hacían dos hombres grandes-. Era una gran masa -desesperada- haciendo fuerza contra mi pecho. Sentí que iba a perder el conocimiento, hasta que la puerta se abrió. Justo llegamos a la estación de la Jiménez. Fue un milagro.
Salimos todos escupidos de ese bus. Yo caí al piso. Desde mi posición vi mechonearse a las viejas peleonas y escuché a lo lejos a la señora bajita, menuda: «¿Usted es el padre del hijo que acabo de concebir?», preguntaba a varios hombres.
Fue una mala experiencia para todos. Definitivamente, hay que estar hecho de acero -y armado de agallas- para soportar las deficiencias del transporte público: insuficiencia de buses, exceso de usuarios y vías en mal estado que demoran los recorridos. No puedo creer que, como si eso fuera poco, entre nosotros nos hagamos todavía más insoportable esa rutina, codeándonos, impidiéndonos espacio, abriendo paquetes de olorosos Doritos.
Prometo -¡por mi madre!- que me sonaré siempre los mocos antes de subirme a TransMilenio, para que nadie tenga que sufrir el desagrado de verlos. También prometo no subir con pulgas… pero tengo que encontrar primero a esa que me hizo su huésped. Todo me sigue rascando y nada que la encuentro.
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*Próximo miércoles, desde las 8 a.m.:
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