Mi primera preocupación aparece cuando el baño está ubicado justo al lado de la sala donde hay varias personas haciendo visita. Siento una absurda vergüenza de que suene la estruendosa caída de mi agüita amarilla.
Es absurdo que el tema me incomode -lo sé-, porque es apenas lógico que haga ruido, ¿o no? Al fin y al cabo, uno pide el baño prestado para orinar y, en casos realmente extremos, para cagar. Lo raro sería que no hiciera bulla al descargar mi vejiga, porque indicaría que lo tengo chiquito. Pero odio pensar que todos oyen ese sonido al otro lado de la puerta.
En una época dejaba correr el agua del lavamanos, pensando que eso ahogaría el ruido. Creía que funcionaba bien como estrategia en la casa de mi novia, hasta que la suegra -de esas que no tienen pelos en la lengua- me preguntó con curiosidad qué era lo que pasaba en ese baño: «Andrés -me dijo con absoluta naturalidad-, ¿tú te lavas las manos al mismo tiempo que orinas?». Qué ‘oso’. Le conté sobre mi estúpida pena en los baños ajenos, a lo que me respondió con igual frescura: «Ni que lo tuvieras tan grande… no seas chicanero Andrés».
En parte, he logrado superar esa pena. Pero, en todo caso, aún procuro que el chorro no caiga directamente sobre el agua del inodoro, sino ‘por los laditos’. Hay que tener buena práctica para ello, porque una de las principales preocupaciones masculinas -cuando entramos en un baño ajeno- es dejar el lugar tanto o más seco que como lo encontramos.
Sin embargo, no importa cuánto se esmere uno por evitar que salpique porque al final -¡maldita sea!- siempre salpica. En consecuencia, con los años he entendido la utilidad del llamado ‘bizcocho’ (¿no les suena a nombre de cheescake o postre de tres leches?), esa tapa hueca del inodoro que debe ser levantada para no infectar las nalgas de otros usuarios.
Con el ‘bizcocho’ arriba o abajo, hay que hacer otras consideraciones, como la disponibilidad de papel higiénico. Aunque todos sabemos que el ‘doble hoja’ no funciona como desinfectante, sí es útil para borrar cualquier evidencia de gotas traviesas. Es el crimen perfecto. Uno sale del baño y dice: «Aquí no pasó nada». El problema es cuando no hay papel. Es MUY importante verificar que haya suficiente provisión. De lo contrario, se corre el riesgo de pasar un momento de gran angustia.
Un amigo, por ejemplo, orinó desprevenidamente en la casa de su jefe -en una reunión de fin de año entre compañeros de oficina-, sin advertir que no había ‘hojitas acolchonaditas’. El reguero fue descomunal, porque tampoco se preocupó por corregir la ‘mira desviada’ que los hombres tenemos por naturaleza (ellos me entienden).
«Come repollo, pero caga ‘repicho’ «… ¿y quién no?
El pobre miró con desespero la toalla de las manos… pero se detuvo de sólo imaginar que alguien más la podría usar después. Su decisión final fue tan heroica como extrema: se quitó los pantalones, limpió con la parte interna de una de las botas y se los volvió a poner. Antes de que el olor lo delatara, se despidió de todos.
Sé de otro que, en la Universidad, tuvo que usar una media después de ‘hacer del cuerpo’ y aguantó burlas de sus otros compañeros, ‘extrañados’ porque uno de los pies andaba sin el respectivo calcetín.
Si no hay papel, yo por nada del mundo vuelvo a abrir la puerta del baño para decirle al anfitrión que necesito ‘doble hoja’. Nadie me creería que lo usaré para combatir a las gotas traviesas. Dirían que soy un cagón y que es de muy mal gusto usar ‘tronos’ ajenos para ese propósito. Ya me los imagino diciendo: «Uish… come repollo, pero caga ‘repicho’ «.
Como si el inodoro no estuviera hecho pa’ eso. Como si el resto del mundo tuviera un cultivo de flores en los intestinos. Así debió entenderlo un amigo que entró en pánico cuando tapó la taza del baño en plena fiesta de familiares y amigos; su suegra tocó la puerta con desespero, pidiendo con urgencia entrar para que su hija vomitara por la borrachera; el tipo, para evitar la vergüenza de que otros vieran sus desechos, los cogió con la mano y los arrojó por la ventana. Es un caso de la vida real.
El baño es para hacer lo que hay que hacer. Es el lugar apropiado para orinar, cagar y sonarse los mocos. Es que sufrimos de unos escrúpulos ridículos. En los paseos de amigos -o con la familia de la novia- llegamos al punto de inventar tácticas para evitar que el resto se dé cuenta de la cagada obligatoria. Una de las estrategias más conocidas es hacerlo antes de bañarse, de manera que el olor se diluya con los vapores del agua caliente. A mí ya me da pena, incluso, dejar escapar algún ‘gasecillo’. Me niego a salir hasta estar seguro de que el ‘aroma’ es imperceptible para el olfato humano ¿Por qué? ¿Acaso el baño no es el escenario natural para ese tipo de exigencias fisiológicas? ¡Lo malo sería hacerlo en la sala!
Para evitar situaciones extremas, la mejor opción es actuar de manera razonable. Si falta papel, hay que contarle al anfitrión, quien debe proveer el baño de los elementos necesarios para evitar momentos incómodos. Si el baño se tapa, asúmalo con naturalidad y proceda a destaparlo; esas cosas pasan. Si huele mal, pida aromatizante y recuerde que nadie nació con la facultad de producir olor de rosas. Ni siquiera las niñas.
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Sudando en el peor puesto del TransMilenio: la puerta
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