Me quedé tres noches seguidas donde mi novia. Cuando regresé a casa, mi mamá me saludó indignada, con ese sarcasmo que la caracteriza: «Vaya, vaya, vaya… Así que volvemos a vernos, Andrés. Mucho gusto, encantados de recibirte. Bienvenido».

Se supone que cuando ella dice «encantados» se refiere también a mi papá. Pero la verdad es que a él no le importa si yo llego a la casa. Ni le va ni le viene. Para él mejor que me ausente. Así le dura más el mercado.

Yo me esfuerzo por detener la cantaleta de mi madre tan pronto detecto que su reclamo de celos va para largo. «Ay mamita, no empieces. Qué dramática eres…». Pero ella me interrumpe y sigue con su papelón: «No, no, no, ni más faltaba. Estamos muy agradecidos con tu visita. Es un honor para nosotros tenerte de vuelta».

Antes era peor. Fue muy difícil para ella haber perdido a su adorado bebé, a su pequeño polluelo, a su lindo cachorro, a su chiquitín, a su ‘ñeco’ (muñeco). Siente nostalgia. En mi adolescencia andábamos juntos de arriba abajo, como siameses. En ese entonces yo era su coequipero, su ‘lanza’, su ‘parcero’ y su mano derecha. Ella era Batman y yo Robin, ella era Mickey Mouse y yo su Pluto, ella era Lucía y yo Joaquín (los hermanos Pimpinela), ella era Ash y yo su Pikachu.

Bueno, al menos eso pensaba yo. Mis crueles primos decían que más bien parecía la dama de compañía de mi madre. Llegaron a compararme con ese tipo de hijas de antaño que siempre andaban un paso detrás de sus progenitoras, como una sombra, sin musitar palabra: «¡Ay! ¡Pero cómo está de linda y de grande la niña! Ya es toda una señorita», se burlaban ellos mientras yo me escondía detrás de mi madre.

«¿Y cómo es él?… Es un ladrón, que me ha robado… ¡todooo!»

Decidí que no quería ser su ‘novio’ eterno, de manera que nuestra relación intensa y diaria empezó a resquebrajarse. El punto de no retorno fue la universidad. Me di cuenta de todo lo que me estaba perdiendo por andar detrás de sus enaguas: conocer nuevas personas, la interrelación social con las niñas que ya no eran tan niñas, los paseos de piscina con hermosas jóvenes de cuerpos firmes en diminutos bikinis.

Para mi madre fue muy difícil aceptar que yo había conseguido un nuevo mejor amigo, con quien no sólo hacía los trabajos de la Universidad, sino con quién también salía de ‘cacería’, aunque no tuviéramos éxito conquistando niñas.

Mi madre, trascendental como siempre, me reclamaba usando palabras de José Luis Perales: «(Min. 01:11) ¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo libre? Pregúntale… por qué ha robado un trozo de mi vida. Es un ladrón, que me ha robado… ¡todooo!».

Cada vez que me negaba a acompañarla a hacer vueltas o visitas familiares, ella me reclamaba, cantaleteando por toda la casa mientras hacía oficio -porque el aseo de la casa¬ parece ser el mejor energizante de una madre para pelear por horas-. «Claro, ahora sí está cansado… pero apenas lo llaman los amigos se alivia y sale corriendo… ¡Hum!… Es que es el colmo, yo que le cambié los pañales… usted que me dañó mi cuerpo de sílfide durante el embarazo… Mal paga el diablo a quien bien le sirve…».

Mi papá, que está en la obligación de ser su eterna compañía, usualmente la interrumpe para hacerle caer en cuenta que ya no la estoy escuchando, porque salí de la casa: «¿A quién le hablas?». Mi madre alcanza a sonrojarse, al darse cuenta de que ha estado hablando sola, pero improvisa hábilmente para descargarse contra él: «Pues… ¡Le estoy contando a usted cómo me siento! ¿O ahora tampoco tengo marido?».

«¡Respete para que la respeten!»

Mis primeras novias fueron tratadas con desprecio, como las peores archienemigas de mi madre. Ella les servía mucha comida a la hora del almuerzo, esperando que dejaran el plato lleno y así darse el gusto de decirles: «En mis tiempos era de mala educación no comerse todo… ¡hum!». Cuando quedábamos a solas, mi madre compartía conmigo su sesgada opinión: «Yo no sé qué hace usted con esa ‘miona’ (en su lenguaje, mujer inmadura que mea sin controlar sus esfínteres)».

Yo le exigí muchas veces que moderara su vocabulario: «No mamá. ¡Respete para que la respeten!», le decía airado, usando esa frase que aprendí de ella. De hecho, mi madre siempre ha sido una experta para aconsejar con la figura del ‘darse para recibir’. Su principal pupila ha sido mi hermana, que siempre anda sufriendo por algún novio: «No ‘mija’… ¡quiérase para que la quieran!, ¡valórese para que la valoren!», le ordena. Mi madre no siente pesar sino física rabia de que su hija esté llorando sobre una almohada, en vez de estar haciéndole compañía mientras prepara el almuerzo.

Ellas, alguna vez, también fueron uña y mugre. Mi hermana fue su princesa, su gordita, su ‘ñeca’ (muñeca). Eran como Bob Esponja y Patricio Estrella, como Beto y Enrique, como Michael Knight y su auto fantástico, como Paris Hilton y su adorado perro.

Hemos sido sus grandes ‘desamores’, que se le fueron deslizando por entre los dedos. Han sido muchas las cantaletas, escenas de celos y llantos. Ahora, mi hermano menor es su nuevo amor incondicional. Ahora soy yo quien se burla de ellos: «¡Cómo está de linda y de grande la niña! Ya es toda una señorita».

Llegará el día en que mi hermano también se aleje de ella. Al final se quedará con la única persona que nunca se ha ido de su lado, una persona que se queja poco, silenciosa como una eterna sombra que mi mamita a veces no ve: mi papito.

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