No sé ni cómo acercarme a ellas. Siento que, siendo cachaco, tengo todas las de perder frente a esos seres humanos llenos de vitalidad y desparpajo que bailan igual o mejor que Shakira y hablan inglés como si fueran nativas de los Estados Unidos.
Es que no hay manera de impresionarlas, menos a las de esa alta sociedad costeña que no se deslumbran con yates, ni viajes, ni vestidos elegantes porque de eso han tenido toda la vida. Para ellas, son asuntos tan rutinarios como lo son para mí los desplazamientos en bus (siempre de pie, nunca sentado), mis medias rotas y la falta de estilo para combinar un saco con un pantalón.
Me da prevención el sólo hecho de sostener una conversación casual con alguna de ellas. El acento de rolo no compite ni siquiera con ese saludo tan vigoroso: «Ajá, ¿y tú qué?». Mi respuesta es tan cordial como insípida: «Muy bien gracias, ¿y a usted cómo le va?».
Me da pena y física inseguridad el hecho de pronunciar en frente de ellas las poquitas palabras que me sé en inglés. Porque si bien hablan arrastrado el español, lo compensan con una impecable dicción gringa. «Guau, ‘ejtaba’ (estaba) mirando mi cuenta en Twitter (pronúnciese ‘tuírer’) y tengo full followers; me dieron gana’ (ganas) de celebrar con un helado de Baskin Robbins». ¿Qué hace uno frente a eso? Pues seguirle la corriente, pero evitando las palabras de origen anglosajón: «Te felicito por tantos SEGUIDORES en tu RED SOCIAL. Con gusto te acompaño a la HELADERÍA».
Ni siquiera puedo sacar frente a ellas al hombre divertido que guardo. Un día cometí el imperdonable error de contar un chiste en medio de un grupo de costeños. Lo hice pensando en quedar bien con una barranquillera que me encantaba. ¿Qué tal el iluso? Ella acostumbrada a ese humor Caribe (donde son fundamentales las muecas y la pantomima) y yo atreviéndome a competir con esta chispa humorística tan fría e insípida de Bogotá.
Pues bien… el grupo de costeños no paraba de carcajear y aplaudir con cada uno de sus chistes. La verdad, yo me reía más por la gracia que me producían las payasadas, porque hablaban tan rápido que no entendía lo que decían: «Iba culo de perro ‘pekiné’ detrá’ de una burra… y entonce’ le dice ‘ajá’… que toma tú… ¡qué le pasa a ‘ejte’ man!… ¡’mondá’!… jajajaja». Al final, el que estaba echando el chiste terminaba saltando como un loco, con una mano adelante y otra atrás, mientras el resto de costeños morían de la risa, incluida la barranquillera que me encantaba. Yo no entendía nada.
Creía que el poder del chiste estaba en el contenido y no en la forma. «La voy a derretir con mi humor inteligente», pensé. Convencido de eso, me aventuré a echar mi cuento. «Un señor -les dije sin alterar la voz ni hacer mayores aspavientos- entró a un banco con un gatico pequeño en sus manos y dijo: O me dan la plata o aprieto el ‘gatillo’…».
«¿Sabe qué?, no quiero bailar con nadie más en la vida»
Nunca había escuchado a un grupo caribeños tan silenciosos. Mi costeña me miró con tristeza y me dijo sin contemplaciones: «Qué ‘chijte’ tan malo…. You suck!«. Para ellos debió ser el equivalente a estar viendo una película porno y cambiar de canal para detenerse por un momento en ‘Los Ositos Cariñositos’. Ni se inmutaron cuando les conté la otra versión del chiste en donde el mismo tipo entra con un racimo de plátanos y dice: «O me dan la plata o los pelo». El hielo sólo se volvió a romper cuando otro de ellos retomó la tanda de chistes: «Le dijo el man a la negra… y entonce’ la burra… ‘ajá’… ‘mondá’… jajajaja».
Y aunque me genera mucha prevención el intentar hacer reír a las costeñas -es casi imposible-, no tiene punto de comparación la inseguridad que me da cuando quiero sacarlas a bailar.
Tuve la fortuna de encontrarme con una de ellas -compañera de oficina- en una rumba en Bogotá. Soy el presidente de su club de fans en el trabajo, ¿cómo no? Es alta, espigada, curvilínea, de pelo largo y negrísimo y con las nalgas mejor formadas que he visto en mi vida. No les miento, esa mujer -y otra costeña que la acompañaba- bailaban mejor que Jennifer López. Yo me tomaba un daiquirí de mango sin alcohol mientras las veía contonearse de lado a lado y de arriba abajo, flexionando las piernas, levantando los codos y masajeándose el pelo. Me sentía junto a dos bailarinas profesionales, mientras yo movía levemente mis piernas (casi imperceptiblemente) aplicando pasos básicos: «Pierna derecha… uno, dos; pierna izquierda… uno, dos… eh… ¿en qué iba?».
Me llené de valor para sacarla a bailar. Me sentía muy desconfiado de mí mismo con esa fama que tenemos los rolos de «malos parejos». Estuve más torpe que nunca, intentando seguir el ritmo de un merengue de Juan Luis Guerra. De repente, sentí sus brazos sobre mi cuello y recibí su cabeza sobre mi mejilla. Yo rodeé su cintura con mis brazos y me acomodé a su vaivén suave y arrullador: «¿Sabe qué?, no quiero bailar con nadie más en la vida, a menos que sea con usted», le dije (y eso que estaba absolutamente sobrio). Ella se sonrió un poco, hizo una mueca de incredulidad y me respondió: «Eh, ¡qué va! Tú sí ere’ el propio cachaco tramador…».
A juzgar por su manera ‘apretadita’ de bailar, me acerqué a un amigo para jactarme: «¿Si vio cómo estaba de amañada esa costeña conmigo? La tengo de un ala». Él se burló de mí: «No sea ‘güevón’… así bailan ellas». Yo insistí: «No mijo, si estaba derretida colgándose de mi cuello y pegando su carita a la mía». Mi amigo terminó de persuadirme: «Qué man tan bruto y convencido. Así lo hacen con todos, lo que pasa es que usted está acostumbrado a las rolas que sólo bailan abrazaditas con el novio».
Esa noche salí del lugar con el corazón partido, mordiéndome de la ira por no haber nacido costeño, por esa falta de chispa para echar un buen chiste (y mi poco sentido común para entender los cuentos de perros, burras y ‘mondás’). También lamenté mi deficiente pronunciación para referirme a ‘tuírer’. Finalmente, me resigné a aceptar una verdad incontrovertible: Las costeñas son y serán mis amores platónicos, porque -con mis cualidades de cachaco- me resultan inconquistables.
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