Para ir sin rodeos, es cuando ellas consiguen al bien llamado ‘marrano’, a quien no pueden ver como algo más que un amigo, ya sea por su figura lamentable o su vida destinada al fracaso.
La diferencia con un marrano de verdad es que al ‘marrano’ no se lo comen en diciembre. Lo van destajando por pedazos, dejándolo con vida para seguir aprovechándose de él y de sus nobles sentimientos, de su generosidad, de su incondicionalidad.
El ‘marrano’ siempre está ahí, dispuesto, con actitud diligente para atender los deseos de su musa adorada con tan sólo escuchar el chasquido de sus dedos. «Claro linda. ¡Oink, oink! ¿A qué hora quieres que pase por ti? ¡Oink, oink!», gruñe el desgraciado animal.
Es como el cuento del príncipe encantado, que tiene forma de sapo baboso y espera el beso de su inalcanzable princesa para convertirse en humano (para sentirse humano). Pero es que es tan verde, tan chiquito… ¡tan jetón!… también tan tierno como un cochinillo con esa colita ensortijada y esa naricita chata, que sólo provoca abrazarlo y cogerle los cachetes. Nada más.
De lo que no se da cuenta el ‘marrano-sapo’ es que no está intentando conquistar a una princesa sino a una bruja. En el fondo ella sabe que lo utiliza y que le está alimentando una ilusión. Acude a él sabiendo que siempre obtendrá un ‘sí’ por respuesta. Lo usa para hacer vueltas, para que la invite a comer cuando no tiene plata y para ir a cine cuando la deja plantada su verdadero príncipe (ese que sí le quita el aliento). También lo utiliza para reafirmar su amor propio: «Marranito, marranito, quién es la más linda del planeta». Y el animal contesta: «Tú, mi reina… ¡oink, oink!».
Las amigas de esta bruja se encargan de ratificarle que el pobre ‘marrano-sapo’ está perdidamente enamorado. Ella, con cinismo, se lava las manos: «Nooo mijitas, sólo somos amiguitos».
No hay trago que permita embutirse a semejante animal
No contentas con esa explicación, las amigas insisten en poner el dedo en la llaga: «Pero claro que sí está enamorado. Él te hace regalos, sale corriendo a servirte cuando tú lo llamas y paga todas las cuentas». «Ay no…, yo no le he dado motivos para que piense eso. Además… ¿yo qué culpa tengo si él no me deja gastar nada…?», responde la abusadora.
Pero es que el ‘marrano-sapo’ no se ayuda, no se hace respetar… ¡es muy huevón! Tiene apenas un dedo de frente (como los pollos) y no se da cuenta de la cruel realidad. Su falta de autoestima lo obliga a compensarlo todo con dinero. También cree que logrará su cometido si emborracha a su princesa, pero no hay trago que permita embutirse a semejante animal, ni siquiera en el peor estado de inconsciencia. Cuando el ‘cuasimodo’ acude a esas técnicas, lo más probable es que termine cuidándole la rasca y llevándola a la casa. Tal vez deba soportar que -además- llore por un hombre distinto.
Precisamente, cuando ella ama a otro, este ‘marrano-sapo-cabezae’pollo’ lo sabe. Aún así se da palmaditas en la espalda. Cree en las palabras de su madre, quien le ha dicho que él es lindo; también cree la mentira piadosa de sus tías, quienes le han dicho que lo importante es la personalidad. No podría ser de otra manera. Así funciona su instinto de conservación. De lo contrario, moriría de pena si tuviera conciencia de que es un monstruo con cuerpo de batracio, cola de cochinillo y cabeza de ave.
La bruja no acostumbra a presentarlo con sus amigos y amigas. Se resiste tanto como es posible a mostrarlo en sociedad. Pero ella domina la magia negra -y además tiene el descaro suficiente- para pedirle que la lleve a una fiesta sin invitarlo nunca a que se quede. «Pero es que se trata de una reunión con compañeros de la oficina… Pero es que voy a hablar a solas con una amiga que está deprimida porque la dejó el novio… Pero es que voy a ir sólo un ratico…». Como diría mi madre: «Peroesque, peroesque, peroesque…». Y el pobre diablo no aprende: «¿Quieres que te espere o que te recoja luego? ¡¡¡Oink!!!», grita desesperado.
Él intenta verse como un latin lover; ella piensa que es un ‘churrasco’
¿Y por qué él sigue ahí? El ‘marrano-sapo-cabezae’pollo’ malinterpreta el dicho de «la constancia vence lo que la dicha no alcanza». Cree, ingenuamente, que conquistará a la princesa si persevera en su papel de abnegado siervo. «Cuando se dé cuenta de lo especial y único que soy, será mía», piensa desde el fondo de su corazón de perro faldero. Pero la constancia no significa portarse siempre como un ‘casi-nadie’ y la perseverancia no significa dejarse coger el culo eternamente.
Afortunadamente, estas historias siempre tienen un final, un escabroso desenlace. Es cuando el ‘marrano-sapo-cabezae’pollo-perrofaldero’ se lanza a declarar su amor, confiado en que recibirá el beso que lo convertirá en hombre de nuevo y lo liberará de su forma animal. Fácilmente, esa escena está en el ‘top’ 10 de las situaciones más incómodas del mundo (la número 1 es ver una película acompañado de la familia y encontrarse con una escena de sexo).
Él la invita a comer, se presenta con flores, perfumado, portando su mejor camisa y con exceso de gel en el pelo. En medio de la cena, toma su mano y la mira fijamente -intentando lucir como un latin lover-. Ella sabe lo que le viene pierna arriba y siente fastidio frente a ese ‘churrasco’ (que se cree un churro, pero es un asco). Él abre su corazón y le dice que está enamorado. Ella arruga la frente, tuerce las cejas y quita la mano. Le dice que lo quiere (mentira), que de verdad lo quiere (¡mentira!), pero que ‘nanai-cucas’ (¡muere bruja desalmada!).
Es entonces cuando el ‘marrano-sapo-cabezae’pollo-perrofaldero’ entra en razón. Siente rabia contra ella por no valorarlo, pero también siente rabia contra él mismo por haber sido tan regalado, tan iluso, ¡tan huevón!
Inesperadamente, el desprecio de su exprincesa hace que se rompa el hechizo. Es ahí cuando -al entender que estaba siendo usado- deja de batir su cola de cachorro, se desvanece el color verde de su cuerpo, la cabeza de pájaro retoma su forma humana y desaparece la nariz de cochinillo. La exótica mascota se ha librado de su ama. No se ha convertido en príncipe azul, pero al menos ha vuelto a ser hombre. No hacía falta que le dieran un beso.
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