Viajé con mi novia, ‘la Negrita’, quien actuó como mi intérprete personal. Iba siempre detrás de ella, como un hijo bobo, escuchándola hablar en su fluido inglés. La miraba boquiabierto, admirando su seguridad a la hora de preguntar direcciones. Ella asentía con la cabeza como si entendiera.
Sólo al final de cada conversación, cuando se despedía de su interlocutor y agradecía por las indicaciones, yo hacía mi aporte con una palabra tan sencilla como poderosa: «Senkiu».
La primera confirmación que tuve de su buen inglés fue la charla que tuvo con el taxista que nos sacó del aeropuerto. Yo interrumpía constantemente su diálogo: «¿Qué dijo?… Ahhh… ¿Y tú que le dijiste?… Ahhh… ¿Y ahora qué dijo?… Ahhh… ¿Cómo así?… Ahhh… «.
Yo no me atrevía a hablar mucho. Sentía inseguridad. También vergüenza de pronunciar algo mal. Supongo que es el temor propio de enfrentarse a algo desconocido. De hecho, minutos antes -en el aeropuerto- había sentido pavor en la fila de inmigración. ¿Quién se inventó la frase «el que nada debe nada teme»? Seguramente alguien que nunca estuvo al frente de esos oficiales que revisan el pasaporte y la visa, con cara de policías rudos.
«¿Cuál es el motivo de su ingreso a los Estados Unidos?», me dijo el funcionario con voz firme y acento puertorriqueño. Yo, como si llevara pornografía infantil en mi equipaje, contesté con la voz temblorosa: «Eh, pues… por vacaciones…». Para romper el hielo quise hacerme el chistoso y le dije: «Vengo a conocer al Pato Donald». Me reí forzadamente, como un idiota, al tiempo que él clavó su mirada en mis ojos, con cara de «no me hace gracia».
Me daba susto la posibilidad de ser estigmatizado como un colombiano narcotraficante. De hecho, el oficial de inmigración detalló con sospecha mi nariz andina (chata), mi bozo de ratón al estilo mexicano, el escapulario que colgaba en medio de mi camisa abierta y la estampita de la Virgen que tenía guardada entre las hojas del pasaporte.
Cuando llegamos a nuestro destino (la casa de una tía, ¿dónde más?) recibí la primera noticia desconcertante: la carrera del taxi marcó 27 dólares. A eso, el conductor le sumó el bendito tax y un cargo adicional por las maletas en el baúl. En total, 31 dólares. «Uy, no, pero qué man tan avión», le dije a ‘la Negrita’. «¿Cómo se dice ‘no sea abeja’ en inglés?».
«How much this?»
Fue entonces cuando saqué mi teléfono BlackBerry. En principio, lo había llevado para confirmar -por mis propios medios- que es imposible tener señal de celular si uno no paga el roaming. Sin embargo, lo usé para hacer cuentas en la calculadora: «A ver… digamos que el dólar está a 1.850 pesos… multiplicado por 31 dólares… ¡57.350 pesos!…». No lo podía creer. «¿Y es que la cojinería está forrada con prepucio de armadillo o qué?», pregunté indignado. «A propósito, ‘Negrita’, ¿cómo se dice ‘prepucio’?».
Mi novia se armó de paciencia: «No, Andrés. Así funciona acá. Además, nos falta darle un tip«. Ahí sí quedé gringo: «¿Que qué?… ¿Darle un tip?… Pues un tip interesante es que somos el país del mundo con mayor biodiversidad por kilómetro cuadrado. Digámosle ese».
Como verán, comprobé que fue inútil el inglés que ‘aprendí’ en el colegio, en la universidad y en los institutos de garaje a los que asistí (y no, les aclaro una vez más que NO soy el del comercial de ‘Open English’).
Cuando mi novia no estaba, sólo me sentía seguro diciendo dos cosas: la primera era «hello»; la segunda era «fine, ‘senks’, and you?». Sin embargo, debo decir que estoy muy orgulloso de mi recursividad. Mientras ‘la Negrita’ estaba en el baño, pude hacer que me entendieran en un restaurante cuando quise pedir alitas de pollo: «Hands of chicken, please», dije agitando los brazos (para mejor ilustración, recuerde aquí el comercial de ‘Caldo Doña Gallina’). Como siempre, «senkiu» fue mi frase de cierre.
Parecía un simio intentando comunicarme con gestos. En una tienda de ropa señalaba las prendas con el índice derecho y le preguntaba al vendedor: «How much this?». El tipo me respondía en un inglés inexplicable y yo me quedaba, una vez más, con la boca abierta como si tuviera problemas cerebrales. ‘La Negrita’ acudió a mi rescate cuando me interesé en una bonita camisa: «Dice que cuesta 49 dólares», tradujo ella. Saqué mi calculadora marca BlackBerry: «A ver… 1.850 pesos… multiplicado por 49 dólares… ¡90.650 pesos!… Uy, no… ‘Negrita’, ¿cómo le digo al vendedor ‘en cuánto me la deja para llevármela puesta’?».
No tuve un día de paz porque permanentemente hacía la conversión a pesos de todo lo que iba a comprar. «Mira… esta hamburguesa con papas y gaseosa cuesta 18 dólares», le comentaba a mi novia. «A ver… multiplicado por 1.850… ¡33.300 pesos! ¿Y esto tiene carne de delfín rosado o qué?». Contaba la plata dos veces al día: «20, 40, 50, 56 dólares… más 43 centavos… Uy, ‘Negrita’, el tax del pollo nos descuadró».
«¿Cómo se dice en inglés ‘tendrá mucha’?»
A pesar de los dilemas del dinero, quedé gratamente impresionado con los edificios robustos y los carros grandes. Me tomé fotos al frente de un par de autos deportivos (con gafas de sol, por supuesto) y luego con un policía. También posé en la fila de Starbucks… y en la de McDonald’s a pesar de la negativa de mi novia. Bueno… además me tomé fotos en los semáforos, en los parques y, en general, al frente de cualquier fachada.
Me senté en un gran parque a meditar silencioso, queriendo sentir que estaba en otro país, sabiendo que respiraba un aire distinto, pero consciente de que hay cosas que son iguales en todo el mundo: «Increíble, ‘Negrita’ «, dije. «¿Qué cosa?», preguntó ella. «Increíble que este sea el mismo sol que ilumina a Europa, a China y a la Comuna 13 de Medellín».
Una de las cosas que más me sorprendió fue el civismo de la gente. Los conductores, por ejemplo, dejaban una distancia de tres metros para dejarnos cruzar la calle. Yo los miraba sonriente y les mostraba mi pulgar derecho hacia arriba, en señal de «senks». El transporte en metro fue otra gran revelación. El costo de un sólo recorrido era de 2,5 dólares (por 1.850… ¡4.625 pesos!). Al menos, parecía valer la pena: había sillas desocupadas y los usuarios daban espacio para salir antes de ingresar.
Sin embargo -curiosamente-, un día antes de volver al país el metro presentó retrasos y hubo un momento en que se llenó nuestro vagón. A medida que los pasajeros entraban, se amacizaban unos con otros (y confieso que sentí felicidad de tener un contacto tan cercano con ciudadanos del primer mundo, sin arrimada de ‘payaso’, claro está).
Lo sorprendente fue que nadie se quejó. Al contrario, se reían de la situación: «¿Qué están diciendo?», le pregunté a mi novia. «Comentan que esto nunca había pasado». «Ahhh… ¿y ahora qué están diciendo?». «Que esto es como una pequeña aventura». Alcancé a pensar en lo ingratos que somos con el Transmilenio que nos proporciona una aventura todo el día, todos los días.
Casi llegué a sentirme parte de su cultura. Mi ‘senkiu’ era más que suficiente para creerme uno más de ellos. Incluso, empecé a dejar propina con gusto. «Andrés, ¿3 dólares de tip?», me preguntó extrañada ‘la Negrita’. Yo respondí con voz de misericordioso: «Déjaselos… ellos lo necesitan más que nosotros». Ella me cantó la tabla: «No seas menso, Andrés. La propina debe ser entre el 15 y el 20 por ciento de la cuenta y esta comida nos salió por 70 dólares». No pude evitar responderle: «¡Hum! ¿Cómo se dice en inglés ‘tendrá mucha’?».
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