Si le dice que tiene los ojos bonitos -y en efecto ella los tiene- se convertirá en el idiota número 1.265 que le ha hecho la misma observación. En cambio, esa mujer se va a acordar de usted por el resto de la semana si le hace un comentario sobre su nariz aguileña.
Ojo: no estoy sugiriendo que acuda al insulto. De hecho, ese fue mi principal error de principiante. «Tienes la nariz como grande», decía yo, convencido de haber llamado su atención, mientras ella me miraba confundida, con cara de querer ahorcarme o, al menos, agarrarme a ‘narizazos’.
Mi propuesta es hacer uso de la llamada ‘técnica de la recordación’. Consiste en decirle algo que ella no olvide, que no sea obvio o que, incluso, le resulte chocante. A esa conclusión he llegado luego de años de ensayo y error, viéndome en la obligación de acudir a estrategias rebuscadas para conseguir citas, porque -como conté en un ‘post’ anterior- tuve una extensa y traumática época de patito feo, inmundo.
Uno llega a desarrollar este tipo de ‘destrezas’ cuando carece de dos ‘p’ del éxito (pinta y plata). La tercera ‘p’ es personalidad y es a la que nos debemos aferrar los feos, al contrario de tipos como George Clooney, por ejemplo, quien no necesita de diálogos elaborados. Él simplememte se presenta, dice que se llama George, agita sus cejas, saca la cumbamba un poco y dice: «¿Y qué máaasss?». Suficiente para dejar matada a cualquiera.
En mi caso, he tenido que aprender sobre la marcha para que mis frases sean cada vez más efectivas. Ha sido un camino plagado de errores, como cuando pasé del tono insultante al inexplicable: «Me impresionan tus fosas nasales», le dije alguna vez a otra mujer. Ella se quedó mirándome con cara de extrañeza: «¿De qué put@s me está hablando este tipo?», pensaba mientras se palpaba la nariz.
Al final, mi intento no fue del todo infructuoso. Cuando nos encontramos de nuevo en una fiesta, entendí que había logrado el ‘efecto recordación’. Bailamos un merengue y no pudo evitar responderme: «Y entonces… crees que tengo ‘nariz de olleta’ «, me comentó con aire de digna, entre chiste y chanza. Había conseguido perturbarla.
Les gusta conocerse a sí mismas… ¿a través de los demás?
En el fondo, entendí que ella sabía muy bien de sus protuberantes orificios nasales. De hecho, fue a partir de ese momento que descubrí cómo las mujeres son en extremo conscientes de sus pequeños defectos: del ojo que tienen más pequeño, de sus muslos grandes, de sus orejas salidas, de su boca torcida, de su caminado sin ritmo, de sus cachetes levemente pronunciados o de sus cejas escasas de pelo. Tocar cualquiera de esos temas es como violentar sus almas y dejarlas al desnudo. Quedan desprotegidas, vulnerables, como si estuvieran al frente de criptonita, como si las hubieran pillado echándose un ‘gasecillo’.
Esta estrategia hay que usarla especialmente frente a mujeres armadas con exceso de confianza, acostumbradas a mirarlo a uno como si fuera la ‘curita pa’ taparse el callo’. Hablo de mujeres como @aleja_llo. Sus tweets son tan elocuentes como su foto de inconquistable: «El único insistente que me quita el sueño es el despertador», dice uno de sus trinos.
Al final, no importa qué tan arrolladoras parezcan; la gran mayoría se perturba frente a un hombre que se atreve a hacerles observaciones sobre sus defectos -y a seguirlas deseando a pesar de ellos-. Es una oportunidad que debemos aprovechar con tacto. Por eso, nuestros comentarios deben ser una apología a sus imperfecciones y no una crítica destructiva. Por ejemplo, estando frente a otra mujer de perfil aguileño -y con la enseñanza de mis experiencias pasadas- me referí a la misma particularidad, pero con cariñito: «Tienes una nariz inusual, no nos digamos mentiras, pero si fuera respingada no sería tan fascinante… perderías el encanto» (¡ufff!).
Algunos dirán que eso es mucho ‘cuentazo’, que nadie se va a creer tremenda patraña, que no sé nada de mujeres, que soy virgen de labios, que les toque los dientes a ver si son de leche… en fin. Pues los invito a que hagan la prueba. He comprendido que a muchas mujeres les gusta conocerse a sí mismas, pero a través de los demás, es decir, quieren saber qué piensan los otros y descubrir que una verdad incómoda puede hacerlas sentir mejor: «¿Te gusta mi nariz así?… Qué mentiroso eres… A ver, ¿por qué te gusta?… ¿Te parece rara?… Ay, ¿al fin qué?, ¿rara o exótica?… sí, claro, ya no sabes ni qué decir… ¿En serio crees que no me la debo operar?… No te creo… ¿Qué más te gusta de mí?…».
También es importante saber hasta qué nivel de detalle llegar. Les gustan los hombres observadores, pero no tanto. No haga comentarios sobre el tinte de su pelo o el tono del labial que usa, porque va a decir que usted es mucho marica (también me pasó en ese proceso de afinar la estrategia).
El ‘hembracentrismo’
De otra parte, sólo a través del ensayo y error se detecta dónde está la línea entre el galán coqueto y el ‘piropero’ de barrio. Le ruego que nunca use la frase: «Saliste de Adán y ahora eres tremenda Ricostilla, déjame ser tu Calero» (por lo menos a mí, no me funcionó).
De las cosas que más me han quedado claras en este camino de permanente experimentación es que les fascina sentirse únicas, no sólo con sus cualidades, sino también con sus defectos. Así como juran que Dios nos cortó a todos los hombres con la misma tijera, creen que para ellas destinó a un ejército de cuasimodos armados con bisturí para hacer un diseño único de cada una. Odian que las comparen y eso no es un secreto para nadie.
Lo que hasta ahora descubro -y para mí sí es una novedad- es su muy arraigada creencia en el ‘hembracentrismo’, que NO es la teoría del universo girando alrededor de la mujer, sino la convicción que tiene CADA UNA de ser el centro del cosmos. Por eso dicen cosas como: «Me tropecé entrando a la cafetería y TODO EL MUNDO volteó a mirar». También le preguntan a Dios «¿por qué a mí?» y -como todo héroe o heroína- crean enemistades personales y viscerales con otras congéneres de la oficina.
Lo anterior es muy importante tenerlo en cuenta para entender que son diosas en sus propios universos. En consecuencia, adoran escuchar historias fantásticas propias de la mitología o de los cuentos de hadas. Les gusta creer en las fábulas, en los amores imposibles, en la compatibilidad zodiacal y en su poder para cambiar a algunos hombres necios.
Con el tiempo descubren la implacable realidad: los príncipes no existen. Entonces, inevitablemente, se lo encuentran a usted -o a mí-, un simple mortal con cara de sapo que prometerá adorar su nariz aguileña, o sus muslos grandes, o su caminado sin ritmo. Estarán confundidas, perturbadas, al darse cuenta de que las queremos a pesar de ser imperfectas. Les diremos la verdad, seremos honestos y por eso creerán en nuestra palabra: «No vivirán como diosas en el cielo, pero aquí en la tierra serán nuestras reinas». Y así, aún siendo diosas, bajarán del Olimpo… ¡Ufff, qué ‘cuentazo’!
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