He tocado fondo. Uso expresiones que juré nunca pronunciar. Cuando la gente me pregunta cómo estoy, respondo con palabras tan lamentables como ridículas: «Bien, para no preocuparlo» (¡pfff!). También he acudido a frases de mártir: «Pues… ahí, en la lucha».
Yo sé… qué convencido… qué iluso… William Wallace tenía derecho a decir que estaba en la lucha, o Napoleón, o las mujeres que combaten en bikini en el lodo… ¡Eso sí que es una lucha! Yo lo que soy es un pobre asalariado aburrido de lo que hace y que contra lo único que pelea es el sueño en las madrugadas.
Basta escucharme para deducir que estoy cansado de mi trabajo. Es esa sensación la que me ha llevado a emplear una frase de tradición milenaria que utilizó Jesús por primera vez mientras colgaba de la cruz, justo antes de morir -según dicen las sagradas escrituras-: «Dios mío… siento que ya cumplí un ciclo». Curiosamente, es lo mismo que dice la lavadora cuando termina el centrifugado.
Me he tomado el atrevimiento de pronunciar esas palabras con solemnidad, sorpresa y consternación, también con resignación, como quien acaba de descubrir que quiere terminar con su novia porque la rutina ha matado la pasión de su relación.
¿Qué significa que uno cumplió un ciclo? Muy sencillo: que el trabajo aburre, que la jornada laboral es insoportable, que saben a ‘popito’ las tareas de oficina, que todos los compañeros son unos bobos mediocres que no dan la talla o -al contrario- que son unos genios que han ascendido a diferencia de uno; también significa que el jefe es un bobo que no inspira, o un tirano que provoca derrocar, o un genio que nos castiga con el látigo de la indiferencia (¡juachaz!).
Mi trabajo se ha vuelto mecánico. Una vez al mes trasnocho para entregar el mismo informe de siempre. En el día a día, cumplo con mis labores y me queda tiempo suficiente para ver videos curiosos en Internet (el de doña Gloria, la de Metrocable, o el de la señorita Guainía, ¡otra vez!). También se me va la tarde chismoseando fotos de mis amigos en Facebook, ‘morboseando’ modelos de ‘Soho’ y leyendo de principio a fin las cadenas que mandan a mi correo: «Envía este mail a 20 contactos… y al menos tres de ellos te putearán por mandarles spam«.
Todo en la oficina me causa fastidio, siento que el tinto me lo sirven muy caliente…, hum…, ahora está muy frío… Dios, ¿por qué me has abandonado?… ¿Dios?… ¿Me escuchas, Dios? ¿Alóoo?
El temor a perder el sueldito fijo…
Prendo el computador con desgano, salgo a almorzar antes del mediodía, fumo el doble durante la jornada y me voy a las 5:30 después de cumplir las 8 ‘horas-nalga-nies’ que debo trabajar por ley. Ahora voy de jeans y chaqueta de cuero cualquier día de la semana (antes reservaba dichas prendas exclusivamente para el viernes de conquista).
Llegué a ese punto en el que no sé a dónde ir, pero sí tengo claro que no quiero seguir en lo mismo. Es tan confuso como decir «no eres tú, pero tampoco soy yo» ó «soy del Partido Verde, pero sin Mockus porque se fue con Gina, aunque me apoya Uribe… y al final no importa porque gana Petro».
Me da miedo sentir que debo empezar de nuevo. ¿Busco otro trabajo? ¿Me pongo a estudiar? ¿Pero dónde? ¿A quién le digo sin que se entere mi jefe ni la chismosa de contabilidad? ¿Será que sí me quiero ir? Pero… no, mejor no. Pienso en el sueldito fijo, en los gastos mensuales, en la educación de mis hijitos, en ir a El Corral con los compañeros el día de la quincena.
Entonces la nostalgia me hace trampa y pienso en los buenos momentos: las practicantes que conquisté (léase El arte de ‘levantar’ en la oficina), cuando le hablé al gerente al oído en medio de una borrachera de diciembre (con ráfaga de babas y todo); el último evento de Halloween en el que nos disfrazamos de los personajes de «Germán es el man» -y además les ganamos a las bobas de recursos humanos que interpretaron a los cantantes de «Yo me llamo»-.
Como les dije, es como terminar con la novia: uno sabe que la emoción inicial se ha acabado, pero los buenos recuerdos aparecen cuando uno está a punto de decidirse por el rompimiento… y entonces uno duda, se detiene, no actúa y permite que los días sigan pasando sin pena ni gloria.
En medio de esta reflexión he descubierto algo revelador. El ciclo en el que me siento atrapado no abarca estos tres años de trabajo porque -al fin y al cabo- han sido de crecimiento profesional. El verdadero ciclo que me consume y me inquieta es el de los últimos días, desde que empecé a encender el computador con aburrimiento y a salir despavorido de la oficina a las 5:30 en punto; es el mismo patrón que me exprime cada semana, que inicia con un lunes deprimente y acaba con un viernes de vagancia e indiferencia por el trabajo.
Necesito salir de este trance, debo abrir los ojos para darle fin a este estado de hipnotismo… ¿Cómo hacerlo? Tal vez la respuesta está en las mismas lavadoras. Todas terminan su ciclo después del centrifugado. Supongo que eso mismo debo hacer: sacudirme un poco para despertar.
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‘Almuerzos de mujeres: ideales para entenderlas mejor’
‘Cuando los hijos regañan a sus papás como niños chiquitos’
‘Mujeres que le tienen fobia al motel’
‘El arte de ‘levantar’ en la oficina’
‘Sobreviviendo como asalariado a la reestructuración de una empresa’
‘Shows de mujeres que hacemos los hombres’
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‘¿Cuándo será mi última ‘faena’ entre sábanas?’
‘Si yo fuera celador, sería igual de insoportable’
‘Salí del país, me unté de mundo y ahora soy mejor que ustedes’
‘Querido Niño Dios: te pido que mi familia no me avergüence en la fiesta de Año Nuevo’
‘Que alguien me explique los gozos de la novena de aguinaldos’
‘Manejo como una dulce anciana’
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‘Muéstrame tu foto de perfil en Facebook y te diré cómo eres’
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‘¡Deje el resentimiento contra los ricos!’
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‘Mi abuela es más progresista y liberal que sus hijas’
‘Es cierto y es un karma: los hombres pensamos siempre en sexo’
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‘¿Por qué las mamás pelean cuando hacen oficio?’
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