Libertad. Libertad es la palabra y el principio que necesita más protección y cuidado en el mundo. No solo aquí en la capital de un país atrasado que no termina de comprender los alcances de la libertad. También en las regiones lejanas. Las periferias que hoy sucumben ante el reinado de los delincuentes y de la cocaína. Aquellas en donde ya no se teme a un solo gran capo, sino que se le teme a mil. Todos más pequeños que el gran repugnante Escobar, pero igual de peligrosos y de asesinos. Mientras el mar de la coca avance en Colombia, y el narcotráfico la produzca y le dé tratamiento para convertirla en ese degradante polvo blanco que se consigue en cualquier esquina, aun siendo ilegal, a la libertad le faltarán todas las letras y la entonación, y no podrá proclamarse de ninguna forma.
Pero libertad también es ausencia de miedo. Y el miedo no se va, no se ha ido en un país supuestamente en paz en donde cada semana amenazan a periodistas, asesinan a las gentes de los pueblos por defender una idea, y en donde dos personas casi se van a los puños en la cabina de una emisora, defendiendo sus argumentos. La libertad es el imperio de la ley, pero la ley se hace con el dinero de Odebrecht, o se paga para que no funcione en la alta corte de la justicia. Y se paga a los togados. Ese es el Congreso que se va. Y el que viene, ni hablar.
Libertad es también ausencia de guerra. Que las balas no tronen en el cielo mientras se trata de leer libros en las escuelas, aprender el vocabulario o las tablas de multiplicar. De acuerdo. Pero libertad también es que en el palacio de las leyes se aplauda la decencia, el honor, el respeto por la vida y por la defensa, precisamente, de la libertad. A partir de hoy en Colombia tendremos un Congreso en el que se aplaude la complicidad con los secuestros, los asesinatos, la extorsión, y el mal más grande de todos: el narcotráfico.
Llega al nuevo parlamento un grupo de seleccionados de las Farc. Y no podía ser otro más que ese. Los jefes, los poderosos jefes de los marginados en la estructura horizontal del comunismo sanguinario, pero adornado de poesía. No podían ser otros, unos menos culpables, unos más inocentes, más alejados de las estructuras que alimentaron el miedo y la barbarie. Y no podían ser otros porque el anhelo y la idolatría al poder no tienen frontera ideológica. Aún cuando la libertad quede anulada, maltrecha, golpeada.
Libertad es la palabra más importante de todas las palabras de todos los diccionarios de cualquier idioma del mundo. Pero no en Colombia. Sin libertad no hay paz. Por lo tanto de ninguna forma puede hablarse hoy de paz en el país de Guacho y las Águilas Negras.
Sin honradez y decencia, no hay paz. Por lo tanto de ninguna forma puede hablarse hoy de paz en el país del Ñoño Elías y de Roberto Prieto.
Sin justicia y corrección, no hay paz. Por lo tanto de ninguna forma puede hablarse hoy de paz en el país de los 26 niños abusados cada día, según las cifras del ICBF.
Sin vida y destino, no hay paz. Por lo tanto de ninguna forma puede hablarse hoy de paz en el país de los más de 300 líderes asesinados y las amenazas de muerte en el Twitter a los periodistas.
Sin embargo, manipular la palabra paz es fácil. Llevarse la palabra paz a la boca en cada foro y elogiarla y exaltarla ante los escenarios del mundo da buenos réditos. Se va creando un especie de imagen que da cuenta de algo etéreo que no existe, pero que se puede recrear en el discurso.
La libertad es una palabra difícil en un país lleno de odios intrascendentes. Uno de estos días iba caminando por un sector del norte de la ciudad. Me esperaba la reunión del presidente electo con la comisión de la verdad por mi trabajo como periodista. Y antes de cruzar un semáforo, un hombre moreno, alto, con gafas y con aspecto de profesor, quiso conversar. Terminamos conociéndonos mientras caminábamos y me contó que él era de un pueblo de la costa, uno muy pequeño y tranquilo y que allá, en su tierra, era conocido por ser un gran compositor de vallenato. “Dicen que los negros y blancos son diferentes, pero yo me pregunto. Si un negro se corta, le sale roja la sangre y a un blanco también”, me cantó el profesor, con ese tono típico de los buenos juglares. Un ciudadano bueno, con anhelo del pasado, de un pasado mejor que todavía cuidaba las buenas costumbres necesarias para vivir haciendo lo correcto.
Creo que eso es, al final, lo que nos hace falta entender en Colombia. La sangre es del mismo color, igual de espesa, y hace lo mismo en todos nosotros. Puede salir también y desangrar a un país sin libertad, pero con tanta paz en el lenguaje.