Es momento para un buen debate sobre el uso excesivo de las pantallas, incluso luego de largas jornadas laborales. 

El periodista estadounidense Kevin Roose publicó hace poco una columna en el New York Times sobre su proceso de desintoxicación al celular . Roose cuenta que fue muy difícil dejar de revisar permanentemente Twitter y WhatsApp por su papel como periodista y la necesidad que sentía de estar informado permanentemente. 

El celular es una herramienta poderosa que se ha convertido en una ventana al futuro, pero, en algunos casos, especialmente cuando se trata de jornadas laborales, también puede ser una ventana al pasado. 

Usarlo para estar informado no solo ha cambiado las lógicas del consumo de medios, nos ha forzado a los periodistas a imaginarnos nuevas formas de seducir a nuestros lectores y escuchas, sino que también se ha convertido en una barrera inmensa para las relaciones sociales, el contacto personal, y la vida en comunidad. 

Solo falta hacer el ejercicio. Cuando uno se monta en un bus, es fácil contar cuántas personas  están usando la pantalla. La mayoría de ciudadanos  lo hacen esquivos de la realidad frente a sí mismos. 

Dicen que las drogas duras que son muy difíciles de dejar convierten a las personas en una especie de zombies caminantes por las ciudades, pero la verdad es que los celulares y las pantallas también lo hacen, y mucho más cuando el uso del aparato está relacionado al trabajo. Hemos perdido la esencia del regocijo y la posibilidad de vivir los momentos y disfrutarlos verdaderamente para guardarlos en el cajón de los recuerdos, a cambio de simplemente registrarlos, a veces presumiendo falsas emociones queriendo, y que salgan bien en las redes sociales consiguiendo interacciones efímeras. 

Luego, otro buen artículo de la autora Nellie Bowles en el mismo medio (Vea:La interacción humana es un lujo en la era de las pantallas) reveló el negocio que está adelantando una compañía estadounidense en el que a través de una tablet y la imagen de un gato, una aplicación le habla a pacientes psicológicamente inestables que tienen depresión u otras enfermedades diagnosticadas. 

Dicen que las drogas duras que son muy difíciles de dejar convierten a las personas en una especie de zombies caminantes por las ciudades, pero la verdad es que los celulares y las pantallas también lo hacen, y mucho más cuando el uso del aparato está relacionado al trabajo.

El gato en la pantalla responde preguntas, devuelve frases como «te amo», incluso regaña a las personas cuando se da cuenta desde una transmisión en directo de que el paciente está bebiendo gaseosas azucaradas y no jugos naturales o agua. 

El gato en la tableta no es aún un dispositivo con inteligencia artificial. Detrás de la animación hay personas que vigilan cada uno de los movimientos de sus clientes como si se tratara de un call center en transmisión visual. Saben qué decirle y cómo hacer sentir bien a los pacientes. Es una especie de terapia que, según el fundador de la compañía, ha incluso llegado a prevenir suicidios. 

Pero el ejemplo es al mismo tiempo abrumador. Un gato virtual en una pantalla ha adquirido el papel de una persona en una comunidad. Y eso mismo es lo que está pasando con las redes sociales y las falsas interacciones en el mundo de las pantallas. 

 El problema no es solo para los niños. Sin darnos cuenta hemos avanzado en convertirnos en una sociedad cada vez más adicta a las pantallas, hemos olvidado que lo trascendental es el contacto y los momentos con los seres amados.

En Colombia el uso del celular para el trabajo se está volviendo preocupante. Según el artículo 161 del Código Sustantivo del Trabajo, un empleado no debe trabajar más de 48 horas semanales en 6 días. Y, de hecho, si los jefes le escriben al trabajador recurrentemente en días u horas de descanso, se podría considerar acoso laboral. 

La semana pasada el proyecto de ley del representante Rodrigo Rojas que busca prohibir el porte de celulares dentro de colegios hasta grado noveno y las restricción al uso desde noveno en adelante, pasó a tercer debate. Los expertos aseguran que la solución no debe ser la prohibición, sino la enseñanza y la cultura de uso. 

Pero en definitiva el problema no es solo para los niños. Sin darnos cuenta hemos avanzado en convertirnos en una sociedad cada vez más adicta a las pantallas, hemos olvidado que lo trascendental es el contacto y los momentos con los seres amados.

Rápidamente con cada nueva aplicación y los últimos modelos de celulares en el mercado estamos perdiendo de vista la importancia de la comunicación interpersonal y, con ella, los abrazos, los besos, las palabras importantes, las buenas conversaciones, las caminatas, el hacer el amor, disfrutar una obra de arte, cerrar los ojos y olfatear el aroma del café o escuchar una buena canción dedicándole atención exclusiva a la magia en los sonidos. También nos hemos alejado de la maravillosa experiencia de la naturaleza. Hoy somos, antes de ciudadanos políticos y ciudadanos con conciencia ambiental, verdaderos ciudadanos celularizados.

“Me gusta el sol, Alicia y las palomas, el buen cigarro y la guitarra española, saltar paredes y abrir las ventanas y cuando llora una mujer. Me gusta el vino tanto como las flores(…). El pan cacero y la voz de dolores, y el mar mojándome los pies”, recitaba el cantautor Facundo Cabral, que quedaría atónito si viera en cada esquina a una persona mirando hacia abajo a la pantalla de su celular como evitando la mismísima vida.

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En otros temas:

Las primeras cincuenta páginas del libro del expresidente Santos tiene una narración intachable. Es un excelente resumen de la historia de violencia y guerrillas de Colombia desde la década de los 60. Pero en la pequeña autobiografía que aparece en el guarda páginas de la portada, hay una primera verdad para contrastar. Dice que Santos «avanzó muy especialmente en la defensa del medio ambiente en Colombia». Durante el Gobierno Santos se llegó a la cifra histórica más alta de deofrestación: 220.000 hectáreas de bosques desaparecidos, y muchos de los problemas de calidad de aire de hoy, son consecuencia de un desgobierno en la política ambiental para prevenir la contaminación en los últimos años.