Puede sonar polémico. La única vez que consumí drogas fue en bachillerato en el grado once. Unos compañeros me dieron a probar una galleta óreo que, en vez de crema, en el medio tenía marihuana.
No quise fumarla. Odiaba el humo contaminante que olía tan mal. El efecto duró cerca de dos horas y me bastó para entender que no quería volver a hacerlo. Eso lo decidí porque mis padres me formaron para evitar caer en la adicción y porque, aunque era un niño inmaduro, entendía bien que mi futuro podía ponerse en peligro si una sustancia me lograba hacer dependiente. Eso se llama pedagogía.
No lo hizo la marihuana, pero sí el café tiempo después. La única diferencia es que la cafeína no me hace alucinar, pero sí altera mi organismo de una forma antinatural y lo enciende poniéndolo a saltar con picos que me llevan de un extremo a otro. Es una droga como la nicotina o el alcohol.
Colombia, está claro, es el país con mayor presencia de cultivos ilícitos en el mundo. Eso nos hace un país de narcos. Pero los narcos no están solos. Como tienen miles y miles de millones de pesos, dólares y euros, contratan a mercenarios entrenados, los arman y crean ejércitos de delincuentes a su servicio. Además, en las regiones se relacionan bien con los políticos para blindarse y corrompen a toda la estructura estatal.
El mayor problema de Colombia, además de la polarización y la violencia, es el mensaje del dinero fácil. En las regiones el poder gira entorno a grandes camionetas, mujeres operadas, cadenas de oro e influencias políticas. Ya los narcos no son uno o dos grandes capos visibles que luchan contra el estado en guerras declaradas y con todo el arsenal, sino miles de cabezas en todo el país que controlan el negocio y hacen alianzas para no caer en el tablero de ajedrez.
El narcotráfico no solo genera adictos, también crea esa cultura que cambia la honradez y la decencia por la delincuencia y la chabacanería. Genera esa mentalidad que dice que uno no debe ser pobre toda la vida, ni ingresar en el sistema que es tan injusto y mal planteado, sino que con astucia, algo de ingenio como el del Chapo y el de Escobar y un par de matones cómplices, en poco tiempo se puede acceder a una vida acomodada, al respeto tan codiciado que da el dinero, y a una vida mejor para sí mismo y para los suyos.
Pero el dinero es también una droga y mucho más el poder. Entonces cuando un pequeño pandillero entiende que puede cambiar todo su entorno de vida y transformarlo en algo que de otra forma no podría lograr, quiere cada vez más y más. Ya no son pequeñas expectativas. Bienes en el exterior, autos de lujo, compras en tiendas carísimas, rines altos, lentes costosos, zapatos de marca, escoltas, viajes por el mundo. Muchos viajes y placer.
Ese problema, la mentalidad del narco con la que hemos tenido que convivir desde los 80 con el fenómeno Escobar y que está tan atornillado en la cultura especialmente de las regiones, solo se puede combatir con educación y con una mirada retrospectiva a nuestra propia historia.
La única razón de la imposibilidad de derrotar a las Farc militarmente fue el narcotráfico. Los datos muestran que para los años 80 la guerrilla tenía un número pequeño de efectivos y que no era en realidad un gran problema para el país. Cuando se da el boom del narcotráfico, la guerrilla pasa de tener unos 3.600 hombres en armas en 1985, a al rededor de 18.000 en el 2.000. (Ver fuente: https://verdadabierta.com/images/historia/grafico4.png) Y es imposible con las condiciones geográficas de un país como el nuestro, derrotar a una guerrilla multimillonaria.
No es el comunismo o el socialismo o el fascismo el motor del conflicto en Colombia. Lo es el narcotráfico. La realidad es que hoy, siendo ilegal, miles de personas pueden tener acceso fácil a sustancias como la cocaína en cualquier lugar del país y del mundo. Los controles para evitar que los individuos decidan consumir son un fracaso. El consumo simplemente no se va a acabar a menos de que, como en Filipinas, la pena para los expendedores sea la muerte humillante. Pero la civilización ha avanzado en Derechos Humanos.
El escenario uno, aquel en el que las drogas son ilegales y por eso generan utilidad y le dan poder a delincuentes que quieren enriquecerse a partir de la violencia y de la muerte es el más desafortunado. El escenario dos, uno en el que las drogas son legales y las personas siguen consumiendo, pero sin el fenómeno de la violencia y la muerte que genera el narcotráfico ilegal, tampoco es el más afortunado si hablamos de orden y convivencia. Pero es, de lejos, mucho mejor que el primero desde cualquier punto de vista. Y todo esto por una sola razón: se reduce la corrupción, se reduce la violencia, se reduce el estímulo a los narcos, se reducen otros delitos, y se reduce el poder de los grupos armados ilegales. Ya no tendrán cómo pagarle a sus mercenarios.
El problema de las drogas requiere de una mirada ética y de un enfoque costo-beneficio. Hoy por hoy resulta más popular reivindicar el discurso de la lucha contra las drogas con un enfoque militar y combativo. La realidad y la experiencia internacional demuestran que la solución no pasa por ahí, aunque gritar la guerra a los narcos y decir en cada esquina que no queremos tener una sociedad adicta, resulte en muchos votos y coros de aplausos.
Mientras el narcotráfico no deje de ser un negocio rentable que permita a los delincuentes acumular poder por la utilidad y el retorno, Colombia seguirá dándole al mundo noticias de muerte, desplazamiento, tortura, desaparición, sicariato y conflicto. Y los gobernantes lo saben. Nadie quiere una sociedad adicta y perdida en el consumo irresponsable. Nadie quiere tampoco una sociedad en la que el lenguaje natural es la muerte.