El peor escenario es que la tragedia que significa una muerte termine politizada para que le sirva al discurso de un sector político.
Tradicionalmente Colombia ha sido un país con antecedentes difíciles de obviar en los intentos de sectores diferentes al establecimiento que han querido hacer política y llegar al poder por las vías democráticas. El caso más tristemente recordado es el de la masacre sistemática a la Unión Patriótica en el 85 y el 86. Miles de personas fueron asesinadas en una persecución contra toda forma de racionalidad, por el único argumento de que las víctimas tenían una forma de pensar categorizada y diferente.
Ese hecho lamentable no puede volver a presentarse y todas las alertas son válidas y necesarias para evitarlo. Sin embargo, la discusión de hoy se ha distorsionado en los intereses políticos de algunos sectores que se empoderan con la tragedia, y que encuentran en la muerte de otros ingredientes para su discurso de indignación.
Dar el debate de los líderes sociales asesinados sin contexto, con el peor escenario de las cifras presentadas por ONGs con un evidente lenguaje político, y sin entender la dimensión de la violencia en las regiones, es populista, reduccionista y, peor aún, una estrategia deshonesta para capitalizar masas.
Cualquier asesinato que suceda por un hecho de violencia es doloroso. Nadie quiere que los líderes que realizan trabajo comunitario y son influyentes en sus regiones sean asesinados. Esas personas son valiosas para ampliar la democracia y generar soluciones a los problemas de sus regiones.
Ahora veamos cuáles son los hechos: El primer problema es sobre las cifras. El Acuerdo de Paz generó un mecanismo para hacer seguimiento a los problemas de seguridad que pudieran presentarse en la implementación. La Comisión Nacional de Garantías de Seguridad ha sido convocada en muy pocas ocasiones por el presidente Duque y eso ha hecho que no haya una evaluación rigurosa de las cifras en esta materia. Hay titulares de todos los medios con cifras diferentes, de acuerdo a la institución que reporte.
Así las cosas, solo para hablar del 2019 la ONU reportó 107 casos, y otros más en confirmación para un total de máximo 120. Indepaz, una ONG dedicada a investigar la problemática asevera que fueron 250. El gobierno señaló que fueron 84 y que hubo una disminución que rompió la tendencia de ascenso. Y la Defensoría, un poco más en la línea de la ONU, dice que fueron 118 casos.
En cualquier escenario, el panorama no es positivo. El profesor Rodrigo Uprimny cuestionó al consejero de Derechos Humanos, Francisco Barbosa, por celebrar unos resultados que no deberían aplaudirse porque los números siguen siendo altísimos. De acuerdo. Pero las diferencias tampoco pueden ser tan pronunciadas entre una fuente y la otra. ¿Por qué si la ONU y la Defensoría registraron entre 107 y 120 casos, Indepaz señala que son 250? ¿De dónde sale este conteo? ¿Dónde están los casos uno a uno y la verificación correspondiente de la actividad de los líderes?
La veracidad de las cifras debería ser certificada por una organización que reúna la conformidad de las organizaciones sociales y también la de las autoridades. Para ese propósito quienes parecen ser más sensatos son la Defensoría con un grado importante de independencia del ejecutivo, y la ONU por su carácter internacional y de veedor del Acuerdo. Pero la anarquía en la publicación de datos genera confusión, ruido y poca certeza.
El otro problema tiene que ver con los victimarios y el origen de la violencia fatal que termina con la vida de estas personas. El causante definitivo de los asesinatos será siempre el narcotráfico. Mientras que los delincuentes en las regiones sigan teniendo la posibilidad de generar renta con el negocio de la coca (hace rato dejó de ser la marihuana) tendrán también la posibilidad de comprar ejércitos a sus órdenes y la única consecuencia posible de tener hombres armados acatando órdenes de narcotraficantes, es la violencia.
El país insiste en esquivar la solución evidente por mantener el politicorrectismo. Pero también tiene que haber contexto. En el 2010 en Colombia había 62.000 hectáreas sembradas de coca. En el 2019, 200.000. El único desenlace posible de la expansión del narcotráfico es que haya más armas, más hombres en armas, y más gatillos disparados. El debate ético sobre el glifosato no puede dejar de ver a los líderes sociales asesinados como consecuencia del buen momento del negocio. El gobierno anterior es responsable. No es un problema que nació hoy.
Finalmente, están los victimarios, contra los que no hay protestas de parte de los miembros del comité del paro. Por el contrario, lo que piden quienes llaman a las movilizaciones es que se negocie con los verdugos de los líderes en las regiones. Escuchar al defensor del Pueblo, sobre quienes son los actores armados en departamentos como Nariño, Huila, Chocó, Putumayo, Cauca o Caquetá, resume bien por qué las autoridades señalan a las disidencias de las Farc, ELN y guerrillas de izquierda radical como los principales victimarios.
Cuando son disidencias y guerrillas hay que decirlo y protestar con la misma vehemencia. Cuando son paramilitares o actores gubernamentales, si está probado, hay que decirlo y protestar con la misma vehemencia. Tener contemplaciones con unos, pero guillotina con otros, deja ver de qué lado están algunos. Por favor no pierdan la prudencia.
En conclusión, nadie quiere que en Colombia la forma para acabar con la ideología que no le gusta a uno u otro, sea la muerte. Mucho menos queremos que la muerte, que es una tragedia, sea usada como circo para agitar al público hambriento de anarquía. Aterricemos el debate.
Coda: No habrá como este un gobierno tan encapsulado en Palacio y distante de la realidad, si consideran la posibilidad de que Guillermo Botero sea embajador de Colombia en Estados Unidos. No se puede ser tan torpe.