La ambición para cambiar la realidad no puede confundirse con el ánimo de querer el poder porque sí. Los jóvenes somos potencia y efervescencia. Nuestro sentido de indignación está mucho más estructurado que el de las generaciones que con el paso de los años se acostumbraron a la realidad y se conformaron con ella.

Constantemente queremos que las cosas mejoren. El error puede ser comparar el futuro que queremos construir con nuestro presente, y no con el pasado. Las cifras demuestran fácticamente que Colombia no es hoy el país catastrófico que muchos alegan en las calles. Claro que hay problemas estructurales que son muy difíciles de resolver, pero en comparación con lo que ocurría hace tres, cuatro o cinco décadas, en general, todo está mejor.

El acceso a la educación, a la salud, el ingreso per cápita, las cifras de violencia, el PIB, la inversión extranjera, el gasto en turismo, la generación de vías, la reducción del costo de las medicinas, hasta los controles a la corrupción.

Hace falta leer libros como ‘1989′ de María Elvira Samper o ‘Crónicas que Matan’ de María Jimena Duzán, incluso, ‘Álvaro su vida y su siglo’, de Juan Esteban Constaín, para entender cómo era la Colombia del siglo XX y concluir que hoy hay muchas más oportunidades de tener una vida digna y construir futuro. A los jóvenes de mi generación nos hace falta conocer más nuestra propia historia. Revisar en los crisoles del pasado la realidad de un país que no fue fácil, y que está atravesado por problemas culturales de corrupción y criminalidad que hay que combatir, pero en donde las cosas pueden funcionar.

En la última reunión del Comité del Paro tocaron el himno de “La internacional”, y decenas de voces, especialmente jóvenes, cantaron al unísono la melodía que es el símbolo del comunismo en el mundo. Para tener una posición sensata sobre la historia hay que estar en el centro. No se puede cantar la internacional y no recordar los millones de asesinatos del régimen de Lenin, las guerrillas de izquierda radical que hicieron tanto daño a pueblos en todo nuestro continente, los fusilamientos ordenados y ejecutados por el Che Guevara y las dictaduras modernas que han condenado a millones de personas a exiliarse buscando refugio y alimentos. Tampoco los golpes de estado a los gobiernos legítimos que fueron coordinados por Estados Unidos, ni las dictaduras militares de derecha radical en Sur América que torturaron y desaparecieron a miles de civiles. Para tener una mirada sensata sobre la historia hay que estar en el centro sin partidos, porque los partidos son dogma y el dogma repite y convence pero no tiene la razón.

Luego, entendiendo un poco lo que ha pasado en nuestro país y en el mundo hay entonces que dar los debates sobre la realidad para participar en la democracia y decidir nuestros destinos. Pero esos debates no pueden ser con tan poca rigurosidad.

Los jóvenes de mi generación están más preocupados por estar en las calles gritando las mismas arengas de hace cuarenta y cincuenta años, cuando los estudiantes de la Nacional salían a apoyar los paros agrarios, que por ser rigurosos en los hechos para controvertir al poder.

El discurso de los últimos días parece más una excusa para protestar, que para generar la transformación real que permita mejorar la vida de los ciudadanos. Y es que la calle tiene su embrujo. La protesta, las masas, los gritos, el apoyo de las personas. Todo esto es una espejismo de una idea de libertad. Pero la calle no resuelve los problemas.

Un solo hecho demuestra la errática estrategia. La semana del 21 de noviembre se escucharon cacerolas en todos los barrios de Bogotá y en algunas otras ciudades del país. Luego de eso, la ciudadanía espontánea, que con causas justas quiso expresarse, no volvió a hacerlo. ¿Por qué?

La protesta no puede ser una herramienta para que algunos mantengan sus privilegios o lleguen a empezar a disfrutar de la burocracia que embruja mucho más que las calles.

Hay situaciones concretas que han cambiado la vida de los individuos y sus familias. El gobierno adelantó un acuerdo de una reforma estructural al Icetex con un grupo representativo del movimiento estudiantil que aceptó el llamado al diálogo. Ese acuerdo no se desarrolló con los jóvenes que hoy mantienen las banderas del paro y que ven en cada declaración pública de cualquier funcionario una excusa para agitar las masas, aprovechándose de la falta de rigurosidad de quienes los aplauden.

Seguramente en Colombia no tenemos una democracia completa. Hay errores que con los años y con preparación hay que corregir. Pero los que se dedican a cuestionarlo todo buscando popularidad no parecen arrojar propuestas serias más inteligentes que lo que tenemos hoy. Otros quieren los modelos de la expropiación y la equidad absoluta. Pregunten qué tal les va con la democracia en esos modelos. Lo pueden hacer aquí, a cualquiera de los dos millones de ciudadanos venezolanos que caminan por doquier.

En otros temas: En Colombia el desempleo en los jóvenes es del 17 %, una cifra escandalosa. Muchos de ellos estudiaron carreras que el mercado laboral no necesita o quieren cosas diferentes a las que ofrece el tradicional mundo empresarial. El trabajo por horas no necesariamente significa una precarización. Si pasan a la formalidad, se hacen las cosas más fáciles al empresario y generan posibilidades de tener varios trabajos, o de tener un trabajo mientras estudian, puede ser una alternativa. Los que critican la propuesta deben inmediatamente arrojar otra propuesta para superar el desempleo del 17 % en los jóvenes. Sino es fácil y egoísta populismo que condena a los desempleados a la inanición.