El doctor Fernando Quijano, director del diario ‘La República’, dijo hace poco en un debate que tuvimos en la mesa de ‘La FM’ sobre periodismo, una frase que debería, como dice Juan Gossaín, estar impresa en oro en las redacciones del país.

“Aunque los periodistas no deben actuar como jueces, sí tienen que tener sentido de justicia. Hay que ser justos”. Esto significa en palabras más fáciles que los periodistas tenemos la obligación de ser duros con los hechos, pero respetuosos con las personas. Mucho más importante, debemos siempre tener equilibrio en nuestras publicaciones para darle todas las garantías a quien podemos afectar como si se tratara de un debido proceso en la justicia. 

Con esto estoy lejos de decir que los periodistas debamos comportarnos como jueces. Esa es justamente la crítica que pretende esta columna. Y es una crítica que comienza por un mea culpa. Yo mismo me he equivocado con publicaciones que han afectado a personas con las que por algún afán de impacto noticioso, no fui suficientemente justo. 

Hace poco hice una publicación trabajando para otro medio en la que, sin decirlo explícitamente, acusaba a una persona que trabajaba para el Ministerio de Salud por algo que no le correspondía. Ella, que tenía una hoja de vida intachable, resultó siendo familiar de la pareja de una persona que en la Superintendencia del mismo sector fue capturada y acusada por un escándalo de corrupción parecido al del cartel de la toga; aprovechando la información privilegiada de la Superintendencia, aparentemente le exigían recursos o favores a algunas instituciones de salud, a cambio de retrasar sanciones, archivarlas o contarle previamente a los implicados para poder manipular los procesos o evitar el golpe mayor de la justicia. 

La publicación le generó a esta persona problemas personales, laborales y una profunda tristeza por sentirse acusada y blanco de los grandes medios, aquí va el problema, de forma injusta. Esto es algo que ocurre sistemáticamente en los medios de nuestro país. No fue la única vez en que me equivoqué, pero cada experiencia similar me ha enseñado a tratar de tener con la contraparte o con los acusados de algún hecho irregular, la mayor cantidad de garantías y de justicia posible antes de que las consecuencias sean irreversibles. La libertad de prensa no es un derecho que otorgue carta blanca para afectar el buen nombre y la honra de las personas. Hoy me sigo equivocando; los periodistas no tenemos la obligación de ser infalibles, pero sí de reconocer los errores y corregirlos con lealtad. 

El problema con el activismo es justamente que ante las pasiones personales que se convierten en el norte de su sentido de existencia, se pierde toda noción de justicia con la contraparte. La contraparte ya no es un tercero investigado, una persona un gobierno, o una entidad en la que puede haber errores y hechos que comprueben errores, sino enormes enemigos declarados. Esa es la diferencia entre el activismo y el periodismo. 

Los medios de comunicación tenemos todos enfoques editoriales que enriquecen el debate democrático. Algunos son más institucionales y otros prefieren el camino del contrapoder. En Estados Unidos sucede igual y ese no es un problema. Por el contrario, está bien que los ciudadanos reconozcan ideales y convicciones establecidas en los enfoques editoriales para que sepan con precisión desde dónde les hablamos. Pero los hechos son irrebatibles. El periodismo, aún con errores, publica, documenta, revela, narra, y analiza hechos. El activismo los alarga y los moldea como a una vajilla de barro para probar sus hipótesis que se convierten en afiladas espadas contra sus enemigos. 

Además, los medios de comunicación tienen protocolos, editores, correctores de estilo, salas de redacción y, aunque no es muy común en nuestro país, revisores de hechos que se encargan de aprobar que lo que se dice sea exacto y se ajuste a la verdad o a la historia. En el activismo no hay control, no hay contrapesos. En la mayoría de casos lo que sucede es que una persona con rencillas privadas decide enfocar el total de su trabajo en contra de alguien; una idea; un gobierno, eligiendo decididamente dejar de lado otras ideas, otros gobiernos, y otras personas. Y en esa lógica sin editores, jerarquías, y debate de redacción, el activismo ataca. 

Aún en ese contexto hay muy buenos investigadores en el activismo descubriendo hechos que cobran toda la relevancia para el interés de la ciudadanía. Pero ante la ausencia del sentido de justicia que deberían tener con quienes se convierten en sus opositores, enemigos y detractores personales, los hechos que son ciertos y deben ser publicados con toda la transparencia, se vuelven fácilmente manipulables. La decisión entonces es crear una historia que a partir de hechos ciertos, pero sin sentido de justicia, logren afectar a la contra parte de la forma más contundente para causar daño. 

El riesgo de esta nueva forma de contar la realidad es que las personas, ciudadanos todos con pasiones y convicciones sobre política, economía y sociedad, pierden a su vez el deber de sensatez y se hacen incapaces de separarse del colectivismo para tener una postura independiente y justa con quienes no piensan igual que ellos. En esa producción del debate, que ahora se monopoliza en las redes sociales, la única consecuencia posible es la manipulación de la verdad y la desinformación que termina beneficiando siempre, en cualquier extremo, derecho o izquierda, a alguien. 

Lo más grave de las consecuencias del auge del activismo es la pérdida de la confianza de los ciudadanos en los medios. Los ciudadanos creen que todos los periodistas somos arrodillados de algún poder, sin que hayan hecho una revisión juiciosa y justa de nuestro trabajo y de las publicaciones que hacemos, o de los contenidos que producimos todos los días. Allí también pecamos algunos que nos dejamos llevar por la controversia en Twitter. 

El mejor ejemplo de lo que debe ser el ideal es una columna del periodista Ben Smith en el ‘New York Times’.  Smith cuestionó a Ronan Farrow, un periodista estrella en Estados Unidos que se volvió rápidamente famoso por exponer al director acosador de Hollywood, Harvey Weinstein, en su trato con las mujeres. El periodista del NYT investigó el libro más reconocido del joven Farrow, ‘catch and kill’ y descubrió que en sus primeras acusaciones a Weinstein hubo inconsistencias basadas en testimonios de personas que luego se retractaran. No tuvo Farrow en los inicios de sus publicaciones sentido de justicia con Weinsten (había que tenerlo) que terminó siendo un acosador deleznable. Smith encontró que esas inconsistencias se repitieron sistemáticamente, y que por el ánimo de fama de Farrow y el liderazgo que le otorgó su vocería en el caso, muchos hechos terminaron en realidad siendo manipulados. Y la historia no se construyó con completa lealtad a la verdad. (Ver artículo: https://www.nytimes.com/2020/05/17/business/media/ronan-farrow.html

El periodismo no debe ser fama ni activismo. La visibilidad privilegiada que tenemos los periodistas debe ser utilizada para tratar de dirigir a la ciudadanía con información, investigaciones y análisis, por el sendero de la sensatez y la comprensión de lo que ocurre todos los días. Cuando esos objetivos se pierden en el camino, no hay marcha atrás. E insisto, eso no tiene nada que ver con el enfoque editorial de los medios, que es legítimo y debe ser cada vez más transparente. 

No es un momento fácil para la democracia, pero ahora más que nunca el periodismo tiene la misión especial de regresar al sentido de justicia con todos a quienes llevamos al banquillo de los micrófonos y de darle más relevancia al análisis riguroso de los hechos, sobre las pasiones personales que nos nubla la perspectiva. Mea culpa. 

@santiagoangelp