Los acontecimientos de los últimos días nos demuestran que, como ciudadanos, necesitamos con urgencia un viraje hacia la sensatez que solo puede entregar el centro.
Los países, mucho más los que tienen problemas serios de pobreza, desempleo y violencia, deben encontrar líderes que sepan conducirlos a las soluciones pragmáticas que les funcionen a todos los ciudadanos sin detenerse en las batallas y los desencuentros morales o de profundas convicciones arraigadas a las creencias y las pasiones que nos distraen del desarrollo y del avance.
Colombia tiene todos esos problemas, pero hay que sumarle además que la violencia en nuestro territorio se debe a un ciclo de crecimiento silencioso del narcotráfico y de cientos de capos que ya no ostentan la fama, el poder y la influencia de los de los 80, pero que están allí, escondidos en las ciudades y en las regiones y trayendo cada tanto nueva leña a la hoguera de la muerte que crece sin que nos den tiempo para entenderla.
El narcotráfico es el origen del problema de la violencia en Colombia en las últimas décadas. Y la pobreza es su combustible. Para acabar ambos problemas y poder empezar a construir un sendero que nos permita un desarrollo desigual, no equitativo, pero mejor, hay que encontrar líderes pragmáticos que no busquen los aplausos del moralismo, ni que se ufanen de premios para sí mismos con el fin de ser recordados, ellos y no sus logros, en las superficiales páginas de los listados históricos de ganadores de premios.
Tampoco podemos quedarnos para siempre en la idea del caudillismo. La sociedad de hoy no es la misma del 2000. Hay que reconocer los aciertos y los errores de los gobernantes a los que les tocó un país duro casi al borde de la falla, con unas fuerzas militares contra la lana y con la democracia completamente bombardeada por los fajos lavados de la droga. Veinte años después, con 12.000 hombres menos en armas, el país parece uno más tranquilo. Pero esa presunción no es del toda cierta. Nuevos grupos armados que crecen sin que el Estado pueda hacer mucho son un nuevo reto. Las disidencias protegidas en la dictadura de Venezuela son una amenaza latente que no ha dado su primer golpe, por lo que deberíamos estar muy atentos. El crecimiento de los cultivos ilícitos sin que se aviste ninguna solución es solo un generador de más armas y más civiles inocentes asesinados en lo profundo de Nariño o del Catatumbo, o en las lomas de Bogotá y Medellín.
El país que nos prometieron en el 2016 con el acuerdo de paz está a siglos de ser ese. Hay un grupo menos, pero crecen decenas reproduciéndose como el coronavirus en la epidemia de la devastación y las masacres. Con la diferencia de que la vacuna para esta, que está a la vuelta de la esquina, es un imposible moral para los políticos de hoy que eligen el desangre. Necesitamos ciudadanos que sean capaces de reconocer estos problemas y actuar sin ataduras colectivistas para trabajar en una idea de país con mejor calidad de vida, más riqueza, dignidad mínima de un buen empleo y oportunidades en educación y salud.
Necesitamos gobernantes y líderes que sean sensatos y prácticos en las soluciones y que por fin logren unirnos como colombianos sin el discurso recitado y trasnochado de quién fue mejor en el pasado, o a quién le debemos lo que tenemos hoy, que en todo caso no es ningún ideal. Eso definitivamente pasa por el capitalismo y por continuar con la creación de empresas y de ofertas de trabajo. Pero también con inversión en las regiones, vías terciarias y, especialmente, con el puñal certero al corazón del narcotráfico, y no simples heridas de esquirlas que lo vuelven más fuerte.
No es un momento para la derecha ni para la izquierda. La justicia debe respetar el debido proceso y entregar garantías a todos los expresidentes. Y debemos salir de esas dos colombias para lograr una en la que todos queramos construir nuestro futuro en libertad.