Salvatore Mancuso es un delincuente. Lo será hasta el último día de su vida porque bajo su mando y, con su participación directa, civiles inocentes perdieron la vida en las formas más atroces e inimaginables en las que un ser humano pudiese morir. Ningún acuerdo o pacto con el Estado le va a quitar ese Inri.

Pero los acuerdos del Estado sí pueden quitarle otras cosas. La cárcel y las largas condenas son algunas. Salvatore Mancuso firmó como paramilitar levantado en armas un acuerdo con el Estado que consistía en entregar sus fusiles y desmontar las estructuras ilegales, a cambio de que el Estado cesara la persecución judicial en su contra luego de que este pagara cárcel efectiva de ocho años, contara la verdad y reparara a las víctimas. Para ese entonces, en el 2006, Colombia estaba aterrizando de un vuelo tormentoso. 

Las décadas anteriores, los años inmediatamente anteriores, fueron una constante espiral de violencia que perfectamente pudo haberse convertido en un trabajo más de Dante. Campesinos masacrados, bombas, iglesias destruidas con cilindros artesanales, explosiones en las ciudades, en los centros comerciales, helicópteros con sus ráfagas de acero, sicarios, miles de desplazados, niños y niñas reclutados, uniformados y expuestos a la guerra. Líderes políticos asesinados, humoristas acribillados en sus vehículos ante el llanto masivo del país que los reconocía, palacios tomados y bombardeados por los tanques de las fuerzas del Estado. Magistrados pidiendo clamor al teléfono sin escuchar a nadie al otro lado. En fin, los años antes del 2.000 fueron un interminable cuadro de Dante, una selección cuidadosa de lo peor del ser humano, de su desafiante violencia, de la tragedia anacrónica y de la barbarie. 

En ese escenario, la desmovilización de los paramilitares no podía concebirse como nada más que un logro para Colombia. Para que los campesinos pudieran sentirse menos expuestos a la muerte. Mancuso inició en las audiencias de justicia y paz a contar y detallar los hechos que conoció y que cometió y se convirtió así en uno de los paramilitares más comprometidos con la verdad. Luego llegó el 2008 y la extradición de los cabecillas de las AUC que, ante supuestos incumplimientos, los llevó a Estados Unidos a pagar sus penas en las condiciones más estrictas.

Vino entonces el proceso con las Farc. Mucho más inteligentes y cautos, los guerrilleros lograron un acuerdo a la medida de sus objetivos. El Estado prometió la creación de una nueva justicia, en la que la consecuencia penal solo fuese una posibilidad ante los incumplimientos. Consiguieron curules directas por dos periodos sin votos. La cesión de la persecución judicial del Estado por sus delitos y penas alternativas, además de subsidios del erario para sus bases. Así fue a pesar del plebiscito, y así lo firmó el Estado. Ambos acuerdos deben respetarse. 

Mancuso estuvo en prisión doce años en Estados Unidos más dos en Colombia. Justicia y paz exigía ocho. Y una decisión del tribunal le dio la libertad en noviembre de 2019 por haber cumplido la pena. Mientras estuvo aquí relató en detalle y con información probatoria los hechos en los que participó. Además, ha dicho ante la Corte Suprema de Justicia y en sus peticiones de aceptación a la JEP que está comprometido a contar la verdad que aún falta por conocerse. Esa verdad debe ser relatada con pruebas, sea cual sea, y para eso tiene por lo menos cuatro caminos: las audiencias de justicia y paz, la aceptación en la JEP tras la apelación, la JEP sin ser beneficiario, pero como voluntario, o la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Lo realmente trascendental no es la extradición de Mancuso, es que cuente la verdad de lo que hizo y lo que supo.

La incoherencia y el doble rasero deben tener límites. A Mancuso no se le puede pedir en Colombia para que continúe pagando cárcel, mientras que con el otro sector del conflicto que lo enfrentó, dejando el mismo dolor para miles de víctimas, las penas alternativas sí son una opción. Los colombianos debemos hacer un acuerdo sobre lo fundamental en la forma en la que entendemos y comprendemos los difíciles acontecimientos de violencia de nuestro país. Juzgar a unos con la complacencia de las curules gratuitas del Congreso y las penas alternativas, aún sin que hayan aceptado sus crímenes y contado la verdad, y a otros con la cadena perpetua en los términos más inobjetables, no solo es desequilibrado e injusto. También es insensato, desleal con el dolor de todas las víctimas y arbitrario. 

Los jóvenes estamos llamados a rescatar el centro y la sensatez y a exigirles a quienes fueron asesinos, pero tuvieron oportunidades, que cuenten la verdad, reconozcan sus delitos y reparen el dolor de las víctimas en lo posible. Eso no puede ser con dobles estándares y complicidades por afinidad ideológica.

Los asesinos son asesinos y lo serán siempre, sin importar la bandera a la que le recen, los ismos que profesen, o las imágenes de revolucionarios con boinas y dictadores militares que cuelguen en sus habitaciones. Los asesinos son asesinos. Pero si firmaron pactos con el Estado en pro de la democracia, hay que respetarles sus beneficios y exigirles que sigan cumpliendo. A todos con la misma vara, no solo a los que nos caen bien.

@santiagoangelp