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La obsesión por el radicalismo, por explicar el mundo de una forma sin grises, en un absolutismo irreverente que no permite ninguna sobreposición, nos está llevando a golpear a la democracia y dejarla en la lona.

Es un deber ético para los jóvenes del país tener una actitud sensata que debata con ideas y piense los problemas en su complejidad, yendo más allá de las explicaciones fáciles que terminan siempre en un radicalismo sesgado y que acentúa la polarización y el sin sentido.

No hace falta ver The social dilemma para entender el riesgo que significan hoy las herramientas que pensábamos que nos ayudarían a amplificar la democracia. La democracia no es solo un sistema de gobierno que garantiza la elección en representación del gobierno de las mayorías y los derechos fundamentales dignos para las minorías. Sino la apertura de posibilidades y oportunidades a quienes antes no las tenían. Las redes hoy posibilitan que todos los ciudadanos puedan decir presente en los debates públicos, y que obtengan el conocimiento que antes solo estaba cuidadosamente vigilado en las bibliotecas para quienes podían acceder. Hoy no se necesita estudiar largas carreras y posgrados para cultivarse intelectualmente. El conocimiento, como nunca en la historia, está a cinco segundos de distancia abriendo un link y descargando el libro de un autor y, en su enorme mayoría, es gratuito.

Esa apertura de posibilidades también significa democracia. Los ciudadanos son dueños de sus destinos y hoy pueden cambiar sus vidas con acceso a internet y disciplina. Pero, como es ya un lugar común decirlo, también las redes se han convertido en un enorme riesgo para la democracia. La manipulación nunca fue tan fácil. 

Los debates perdieron su carácter democrático porque nadie escucha, no hay acuerdos ni siquiera en los temas que deberían ser fundamentales. No hay matices y la explicación de los problemas es fácil, simple, poco elaborada, sin grises, sin esquinas. Es un círculo en el que nadie está dispuesto a abandonar sus concepciones de la política y la economía; de la vida en sociedad, para tratar de imaginarse el mundo de otra forma.

El problema no es la vehemencia. Los mejores debates y discursos políticos de la historia de nuestro país han sido con una vehemencia exacerbada. El problema son las mentiras y la sobre simplificación de los acontecimientos. Un solo ejemplo: la semana anterior una usuaria de Twitter publicó un trino en el que aseguraba, sin una sola prueba, sin una sola evidencia práctica, un dictamen de medicina legal, un testimonio de un testigo, algo, cualquier cosa, que Juliana, la mujer que murió en Miranda, Cauca, había recibido un disparo, pero no de parte de los soldados sino de sus acompañantes en el vehículo.

En minutos, esa teoría que buscaba llevar a la gente a pensar que todo se trató de una conspiración para depositar la culpa del homicidio en los soldados, cuando en realidad el verdugo había sido supuestamente su pareja, cobró relevancia y convenció a muchas personas de que en efecto así había ocurrido. Totalmente falso.

No hay que pertenecer a ninguna corriente de pensamiento, a ningún partido político, a ningún sector ideológico, para rechazar por sensatez ciudadana elemental que los hombres y mujeres que portan los uniformes y las armas del estado no deben dispararlas en contra de civiles desarmados. Un disparo de un miembro de las fuerzas del Estado a un civil desarmado rompe el contrato social, aniquila la democracia y acaba con la legitimidad del Estado. 

Todos los ciudadanos en una democracia establecida deberíamos tener la capacidad para reconocer un principio tan básico con el fin de poder garantizar la convivencia. 

Todos los ciudadanos en una democracia establecida deberíamos tener la capacidad para rechazar a los delincuentes que asesinan y secuestran o que ponen minas y bombas con la misma contundencia sin diferenciarlos o justificar sus acciones por el brazalete que se coloquen en los brazos. 

La obsesión por el radicalismo, por explicar el mundo de una forma sin grises, en un absolutismo irreverente que no permite ninguna sobreposición, nos está llevando a golpear a la democracia y dejarla en la lona. 

Por un minuto los ciudadanos sensatos que queremos un país viable, respetuoso de las instituciones y que le sirva a todos, deberíamos apostarle al centro como un deber ético para comprender nuestros problemas y llegar a acuerdos que nos permitan convivir y tener mejores destinos. Y no hablo de opciones políticas, ni de candidatos a la presidencia. Colombia no se arregla con presidentes. Nos toca a los ciudadanos comprometidos y con convicción de país lograr un poco de sentido común para explicar mejor los problemas y quitarle argumentos a los idólatras del dogma y del totalitarismo.

Desde el periodismo, los jóvenes trataremos de hacerlo, analizando el mundo sin perder la capacidad de indignación, pero con sensatez, sentido común y puntos de encuentro.  

@santiagoangelp

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