Para nadie es un secreto que Popeye fue un asesino en serie -según su propia confesión participó directa e indirectamente en 3300 homicidios-, que es cínico, frentero, descarnado, exhibicionista y morbosamente carismático, tal como lo demostró en una reciente entrevista que concedió a Crónicas RCN a propósito de su liberación. Por estas razones cada colombiano tiene un concepto y un juzgamiento sobre él, y también es evidente que la mayoría de esas calificaciones están cargadas de odio y rencor.
Lo primero que hay que lograr, antes de dar un debate a la altura, es bajarle a ese apasionamiento que enceguece la razón colectiva. La discusión no puede perderse en afirmaciones intrascendentes como que Popeye ha sido el empleado más leal que ha existido en Colombia y que su entrega a la empresa criminal fue tan incondicional que incluso asesinó a su pareja sentimental por órdenes de su jefe. No. El tema aquí es de fondo.
Afirmo enfáticamente que no defiendo a este personaje, pues es notorio su desequilibrio en sus valores y principios, sin embargo, si celebro su liberación. Desde el punto de vista legal, no cabe ninguna duda de que Popeye cumplió su pena dentro del marco jurídico aplicable, que respecto a él no hubo impunidad y que actualmente en su contra no cursan procesos penales. La justicia ha operado en su caso y esa es razón suficiente para dejarlo en paz. Él ha sido uno de los pocos criminales que ha pagado con cárcel sus delitos. Esos lustros de prisión fueron el castigo que le asignó la institucionalidad colombiana, ese era el escarmiento que le tocaba cumplir y así lo hizo.
Cuando se conoció que Popeye quedaría libre, no por nada distinto a que purgó su condena, se desató una polémica en el país que demostró que el resentimiento social en contra de los delincuentes es superior a las leyes que hemos consagrado. ¿De qué sirve una legislación penal, con tipificación de delitos y graduación de penas, si en esta sociedad estamos obsesionados con la cadena perpetua? Este ex presidiario lo único que hizo fue acogerse a las normas colombianas vigentes. En el momento en el que se sometió a la justicia la pena máxima de prisión era de 30 años, que redujo a 23 a través de su constante trabajo y estudio mientras estuvo privado de la libertad. Hoy ya está libre y merece estarlo.
Pero estas no son las únicas razones por las cuales la polémica se debe resolver a favor del ex criminal. Además de su paso por la prisión, hay que reconocer que el entonces reo dijo la verdad de su actuar ilegal. Con señales y detalles escatológicos y grotescos, que fascinaron a pocos y escandalizaron a muchos, alias Popeye reconoció sus faltas. En esta etapa del conflicto colombiano la verdad, aunque dolorosa, es un bien invaluable.
No sé si las declaraciones en las que el ex sicario afirma que es un hombre nuevo luego de salir del reclusorio son reales, o si son una mera estrategia mediática para mofarse del país, como tantas veces lo hizo. Eso, en todo caso, no importa. En el Código Penal se estipula que la pena de prisión busca, entre otras, la reinserción social y para el caso de Popeye la pena se ha cumplido. Es indispensable que nos demos cuenta de que la única vía para lograr la reconciliación es a través de los mecanismos institucionales, más aún en un escenario en el cual se avecina un postconflicto complicado.
Dijeron muchos que un hampón de su categoría no cambia y que sus manchas de sangres son imborrables. Otros, como yo, pensamos que aunque el asesino se equivocó, pagó sus crímenes con casi con un tercio de su vida probable. Ojalá que en lo que le reste de existencia, a Popeye lo dejen tranquilo sembrando espinacas.
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Así como debemos dejar en paz a Popeye, los antitaurinos deberían acatar las determinaciones de la Corte Constitucional y, así, dejar de molestar a quienes apoyamos y defendemos la libertad.